sábado, 28 de noviembre de 2015

Lo que queda por decir

Lo que queda por decir es tanto o tan poco, tan importante o tan leve, tan cierto o tan falso como lo dicho. Y muy posiblemente, para quien tenga suficiente memoria, lo que queda por decir ya estaba dicho.

En esto se diferencia la literatura de la vida, en el final. La vida no tiene otro desenlace que la Gran Certeza, sólo consiste en su propia trama que transcurre por vericuetos difíciles y encrucijadas sorprendentes. No hay que decidir un final, porque ya se sabe; no se escoge el momento, sino que te atropella, siempre antes de lo que esperabas.

Pero un blog necesita algún párrafo redondo, una rima, un mensaje que quede resonando en el silicio y que ofrezca un final más digno que su principio.

El momento de terminar siempre es artificial y caprichoso. No es que no queden palabras que decir, sino que se aprende que no es el tiempo de decirlas, que repetirse es el peor de los pecados, que las miserias enaltecidas a supuesta literatura, como las caricias, acaban cansando.

A veces, se toma como excusa una cierta clase de compasión por las rimas que no llegaron a ninguna parte, o un extraño modo de la tristeza de haber llovido sobre mojado, o una especie de melancolía que incita a ponerse a cubierto de la intemperie.

Otras veces es la envidia la que pone sobre la mesa la necesidad de una huida hacia quién sabe dónde, o la precaución de no dejar un rastro visible en la nieve de los tiempos, o la incapacidad que un ser humano tiene para mejorar la criatura imaginaria que ha tenido entre las manos.

Lo más frecuente es que los finales los dicte el miedo. Un miedo inespecífico, pero palpable, atroz, a entrar en el lado oscuro de la fuerza y a perderse haciendo malabares livianos con palabras que pesan mucho.

Enfrentarse al final consiste, tan sencillo y tan difícil, en desmenuzar palabras interminables (gracias, adiós, suerte) en alguna clase de polvo minúsculo, verterlas en una cuchara de renglones rectos y añadirle azúcar para poderse tomar la medicina sin que el bálsamo quede amargo.

Lo que queda por decir es Gracias, un gracias infinito que se quede a modo de colgante. Lo que queda por decir es Suerte, una suerte que nos ayude a emprender deprisa todos los caminos que tenemos pendientes. Lo que queda por decir es Adiós; un adiós que no tenga nada que ver con el olvido.

Lo que queda que decir está envuelto en el deseo de que estas palabras que decirte al oído sirvan de talismán contra las noches de tormenta (somewhere only we know) y que no se conviertan en anécdotas que guardar para los postres.

Lo que queda por decir es Gracias, Adiós y Suerte. Tendría que decirlo muchas veces, por si con una no basta. Tendría que escribirlo con letras muy grandes que trascendieran el papel y pudieran leerse desde todas partes.

Y quizás tendría que acabar... Sí... Me temo que también, porque para quien tiene buena memoria todo es repetido, sería necesario terminar mirando a los ojos de este blog, cogiéndole con dulzura la cara y garrapateando con rabia un triste y desolado "me cago en la puta".

Pero prefiero terminar diciendo que me encantó soñar contigo. Me encantó...



Así sea

El día queda atrás,
apenas consumido y ya inútil.
Comienza la gran luz,
todas las puertas ceden ante un hombre
dormido,
el tiempo es un árbol que no cesa de crecer.

El tiempo,
la gran puerta entreabierta,
el astro que ciega.

No es con los ojos que se ve nacer
esa gota de luz que será,
que fue un día.

Canta abeja, sin prisa,
recorre el laberinto iluminado,
de fiesta.

Respira y canta.
Donde todo se termina abre las alas.
Eres el sol,
el aguijón del alba,
el mar que besa las montañas,
la claridad total,
el sueño.

(Blanca Varela)




lunes, 23 de noviembre de 2015

Lo ya dicho (y IV)

O paso al salón y mientras le empujo a la puerta dejando resbalar la mano, me parece notar como si la dulzura de un vientre me acariciara los dedos. Y entonces me da calor y me da frío, y tengo que echar otro leño al fuego o salirme al patio a considerar el cielo estrellado como un techo infinito.

Porque estoy cansado de prepararme, roto de tanta víspera, áspero de tanto sueño, triste de tanto tácito, derrotado de tanto futuro y de tanto pasado, vencido de esperar el deterioro.

Por si ya está en camino el autobús que tiene que atropellarnos, que nos pille cruzando la vida hacia quienes queremos ir.

Pero este momento, cuando la miro y veo lo preciosa que es, cuando sus brazos me envuelven y la noche tiene el tacto de una piel desnuda y el tiempo pesa lo que una cabeza sobre mi hombro, puedo jurar que estoy vivo, que me siento infinito, que no soy la anécdota que se cuenta en una noche de parque bajo las estrellas.

Pero he dejado de creer en Serrat a pie juntillas y, aunque me sigue pareciendo fantástico que pudieras ser tal y como yo te he imaginado, estoy convencido de que lo verdaderamente deseo es que seas como quieras ser, que me quieras como quieras quererme y que me entiendas como quieras entenderme.

Y si no pudiera ser así, que la vida siga, lentamente, más allá, nadie sabe...

Cuando sea mayor, yo no quiero ser Harrison Ford, porque lo que quiero es no ser mayor, seguir siendo adolescente o tener dos edades diferentes, que se lleven las dos fatal y te produzcan un efecto Serrat. Para que así, y así que pasen los años, dondequiera que estés, te acuerdes de mí al leerme. Y te parezca que todo está escrito para ti, incluso sin conocerme.

Atrapados en esta imprecisión de los fines y de los medios, perdidos en la traducción de sentimientos en acciones, sucede que dices "vete" queriendo decir "no te vayas", que te sale por la boca "luego" cuando tu corazón está gritando "ahora".

Ella ha dicho que no, que no quiere nada conmigo. Es la hora de la siesta, cuando salgo de casa no sé si viviré para volver.

Supongo que el amor es un modo, el mejor modo, de estropearlo todo y, al mismo tiempo, de darse cuenta de que no ser perfecto no significa estar roto.

Lo que no empiezo a pensar, sino que hace ya mucho que entendí, es que la memoria volverá a protegerme decorándome las paredes con olvido Feng Sui, insertando en mis estantes algunas frases cohellistas y llenando mi facebook de "likes" a favor de los leones y en contra de los desahucios.

No puede ser que no sea nada, Mr. Williams, otra historia más de homosexuales, otro capítulo de la amargura, otro episodio de la casualidad, otro espectáculo del rencor y del deterioro. No puede ser que no sea nada.

Uno nunca sabe dónde está. Y siempre sobrecoge creerse dentro y averiguar que se está fuera, completamente fuera, tan lejos... que ni siquiera es necesario irse: basta con colgar el teléfono.

Quizás la cura sea engañarnos -no pongas esa cara, que es algo que está a la orden del día-. Engañarnos o, mejor dicho, seguirnos engañando, mutua y alternativamente, y aceptar que siempre nos falta algo. Hasta cuando nos amemos de memoria.

Poder fingir que es amor este acostumbramiento, jurar que es vida este caminar en círculos, encubrir dos soledades dentro de un nosotros. Y volver a hacer el ridículo sin saberlo.

Bueno, más que con un adiós, quiero decir con un olvido.

Lo que tienen los demás siempre es mejor que lo que nosotros hemos aprendido a despreciar.

Y confesar que, en ambos, literatura, amor y vida, aunque parezca que sé lo que tendría que hacer, raramente encuentro el cómo, suelo equivocarme con el cuándo y delante de cada papel vacío con el que me enfento, me muero de vértigo y se me caen al suelo las palabras que me rondan los labios.

 Las venticuatro razones son mentira y, al saberlo, se hace aún más difícil decidir si sufrimos por dar el paso o por no darlo. Y sólo queda abandonarse al deseo que, aunque también es mentira, es un poco más verdad que lo demás.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Lo ya dicho (III)

Ahí está la clave de la comedia, reconocer a los demás pero no a uno mismo. Y es que la vida es comedia de viga en el ojo ajeno y de ocho apellidos del mundo.

Prefiero, ya sabes, lo contrario: verme dentro, aunque sea llorando. Es una simple cuestión de distancia, un color elegido hace tiempo quién sabe por qué.

Puede que no seamos capaces de contarlo, porque esperamos cosas sin nombre, sin fecha, sin documentos que firmar. Esperamos que alguien siga estando y que cada vez lo notemos más cerca, esperamos que las sorpresas de la vida nos alegren más de lo que nos entristezcan, esperamos poder contar este año que empieza cuando comience el siguiente, esperamos que haya algo que seguir esperando. Seguramente deseamos tanto, tan por dentro, tan difícil de expresar, que es como si no esperáramos nada.

Los cuentos que nos gustan, nos gustan siempre, y los que no, creemos que no nos gustarán nunca. Aunque, bueno, ahí es donde entra la vida, que es otra niña, también malcriada, y nos da con nuestros gustos en la boca y acabamos disfrutando con cosas que, diez años atrás, hubiéramos jurado que jamás.

Y si bien no nos gusta que nos empujen, y alguna resistencia hay que ofrecer, aunque el achuchón venga envuelto en amor del bueno (si es que no vienes de un mundo raro), cambiar es el gran trabajo que nos tiene encomendada la existencia.

Yo no soy, tú no eres, simplemente, vamos siendo. Construirse, odiarse por los pésimos resultados conseguidos y recontruirse después en el devenir de la intrahistoria.

Lo único real es lo fingido y sólo si está fingido delante de algún notario. Se necesita público para aliviar las contracturas del hombro del cámara o de la dolorida espectadora, para ser amado o herido o ambas cosas, para decidir decir lo que nunca se ha dicho y equivocar las palabras.

Odio las sorpresas del mismo modo que no creo en la compasión. La vida no es fácil porque hay andar persiguiendo sueños, porque todos los secretos se acaban sabiendo, porque toda sorpresa acaba en decepción.

La vida no es fácil y, por eso, antes de cambiarme por algo nuevo, mira bien en mi colchón.

Porque todas las vidas que no conozco parecen mejores que la mía.

Pero, bueno, a lo que iba cuando me puse delante del teclado... y el amor ¿cuánto pesa? Yo no lo diré en gramos, que en eso hay gustos como colores, lo diré con un sistema de ecuaciones que me he inventado: el amor ajeno pesa y dura, como mucho, lo mismo que dure y pese el propio. Amor propio que se alimenta, paradoja que está siempre servida, de los sueños que los demás tengan conmigo.

El silencio no consiste en distancia, no estoy de acuerdo contigo, aunque no es tanta la diferencia. Ausencia de palabras hay también cuando se entrecruzan las manos y las bocas entre sí o sobre un sexo desprevenido. Ausencia de palabras cuando dormimos abrazados, cuando tu cabeza se va dejando pesar lentamente sobre mi pecho. Silencio cuando aparecen los otros desde el teléfono o el último programa pospone una discusión ante los anuncios.

Quiero decir que sin el ansia, sin la pulsión hacia la otra orilla, sin el latido contradictorio de un pensamiento que al expandirse nos contrae, sin la ausencia imaginaria de eso tan apetecible que vemos en los otros, tal vez no seríamos humanos.

Entiendo que las personas no somos hasta que no deseamos, que vivir es ir persiguiendo sombras, que sentir conduce a imaginar. Entiendo que no, que yo no pregunto, yo deseo.

O dime, acaso, contesta tú sin que nadie te mienta... ¿quién movería por ti trece mil ladrillos y andaría ochenta kilómetros y dormiría noches en la calle y removería el corazón de los hombres de la televisión?

Quizá es que el amor, el amor común y corriente, nos resulta familiar en el principio y, más tarde, cuando los cuerpos se acostumbran a dejar de ser invitados, el amor resulta un huésped extraño porque se va acercando hacia un no tener final más digno que su comienzo.

Sólo se puede ser feliz estando perplejo. El desencanto consiste en irse acostumbrando al estupor. Y luego todo vuelve a perder brillo y se vuelve pardo, plano, mediocre. Deja de faltar la respiración, se apacigua el vértigo y todo se convierte en monótono y rutinario.

En definitiva, quiero decir que hay momentos de perfil que nos salvagurdan de esa máquina de asfaltar caminos a la que llamamos rutina. Que hay películas que se miden en el brillo de unos ojos, en la comisura de una sonrisa, en el peso de una cabeza vencida contra tu hombro.

El fracaso y la infelicidad no están en la cuenta corriente, ni en el estómago, ni escritas en un papel con tinta invisible. Son, sólamente, una manera de ver el mundo, una de tantas, una de buenos y malos, de aciertos y errores, de tengo y me falta.

Porque amar requiere ser amado, porque sentirse admirado es el combustible del motor, porque dar es la clave para recibir sin sentirse incómodo, sin ir a remolque ni recogerse la autoestima a la altura de los tobillos.

Los seres humanos esperamos de los otros, pero sobre todo, esperamos que esperen de nosotros lo que creemos que esperan. Sólo las expectativas cuentan, los actos se agotan en el presente y mueren en la memoria.

Lo ya dicho (II)

Cada quien es libre de elegir sus propios demonios, cada quien decide cuando matar las nubes, cada uno escoge el reducto de sus paranoias. Rosas o tulipanes, cada uno escoge su lado de la cama y su personal estilo de no parecer ridículo.

Para cuando lleguen los tiempos difíciles, recuerda que al final las cosas que salen, salen bien, y que salen bien porque salen. Que prisión es cualquier cosa de la que uno escapa, que la tristeza proviene de haberse sentido alegre.

Aunque para todos no sirven los mismos trucos, quiero que sepas que el amor está hecho de letras. Y es en los tiempos difíciles cuando con más intensidad hay que buscar las dos cosas, cuando más hay que buscarse uno mismo y darse por encontrado.

Una llamada solo es un pasatiempo
si no descuelga el auricular la incertidumbre,
la decepción está hecha con la cera
que se va derritiendo mientras la llama que encendimos
brilla estrepitosamente,
el éxtasis sólo es posible
hasta que aprendemos a calcular el estupor.

Ella ya lo sabía. Ya conocía todas las manías que después mataron el afecto. Luego aparecen por sorpresa y parece que nunca estuvieron ahí. Pero sí, saltaban a la vista y nos las sabíamos de memoria.

Pero no sabemos calcular el desgaste, no conseguimos entender lo que nos ocurre cuando se domestica el estupor. No ajustamos bien las cuentas que se establecen entre las felicidades pasajeras y el martillo pilón de la rutina.

En el fondo, es que sólo creemos merecer lo bueno. Lo malo siempre es culpa de otros. Y que todo cansa. Y cansa del todo.

Puede que la rutina sea un buen lugar para refugiarse. Tal vez el único cobijo esté en esos actos repetidos que ya no sabemos bien cuando los aprendimos ni por qué. Es posible que podamos escudarnos en lo cotidiano intentando elevarlo hasta divino, agarrando la vida por su levedad.
En cambio, prefiero concentrarme en lo que nos une, en lo que sale bien, en la esperanza cuando se comparte. Me decanto por apostar a lo improbable cuando me hace feliz que suceda, se me olvidan los cristales que se me clavan en los pies si consigo mirar hacia arriba.

Muchos son los miedos que nos acompañan, pero uno de los peores es el de no haber sido nadie, no haber alcanzado nada de lo que uno se propuso. Tengo que dejarle algo a mis hijos porque si no ¿quién he sido?

Respiremos hondo. Estamos esperando una llamada que no llegará nunca. Nadie pulsará nuestros números y, cuando descolguemos, vaciará en nuestros oídos la verdad, ese sentido de la vida que tanto nos empeñamos en buscar y que nunca aparece cuando se le necesita.
Supongo que es un miedo que solo perderé cuando ya todo esté estropeado y sea imposible volver atrás. Y como todas las mañanas pienso, espero, deseo, que no sea hoy.

Nunca se sabe y por eso admito, entiendo, creo, que el amor y la vida son cuestiones de voluntad. Voluntad, a veces desganada, pero voluntad. Y el resto solo son adjetivos posesivos que hemos leído en alguna parte, visto en alguna película o escuchado a unas mujeres que hablaban en el parque.

Porque la distancia no es el olvido, no lo creas. El olvido está en las trayectorias que se siguen, que siempre divergen.

Y no sé yo si estar en todas partes es estar vivo, y no sé yo si estar en todas partes es ser feliz. Quizás no importe ninguna de las dos cosas, como seguro que tampoco importa demasiado que yo siempre me imagine a Lucy en el cielo, con diamantes.

¿Será verdad que si no tienes a quién contárselas, las cosas se olvidan? Hay que contarlas y exponerse a que te ofenda que me parezcas fría, hay que contarlas y arriesgarse a la lástima de que te quedes justo después de que sea mejor que cada uno duerma en su cama, hay que contarlas y lanzarse a la ferocidad de las explicaciones infinitas...

O quizás sea mejor no contarlas para que se olviden.

Por si no da tiempo a soñar, ni a elegir diez tareas como ofrenda. Por si no hay agua suficiente en el vaso, por si me falla la saliva al intentar decirte todo aquello que nunca podría terminar de decirte, quiero que sepas, hoy, esta noche, que me encantó soñar contigo.

Me encantó soñar contigo.

Yo no creo en la magia, insisto. En lo que sí creo es en sus efectos, y creo a pie juntillas, como creo en el calor cuando te abrazo.

Y, sobre todos los efectos de la magia, prefiero creer en el de las palabras. Incluso en el de aquellas que a ti te parecen mentira.

Pero si yo pudiera otorgarte un deseo para los tiempos venideros, eso es precisamente lo que te pediría. Lo terrible es que lo único que sólo puede concederse sin petición previa y sin unidades de medida.

Pero te entiendo perfectamente. Sólo se puede vivir desconcertado. Cualquier sensación diferente del estupor, no es más que el final feliz o triste de alguna película.

Comer, beber, divertirse. Pero también, y sobre todo, desear lo que no tenemos, lo que hemos perdido, lo que nunca conseguiremos encontrar.

Mientras se espera, Audrie, todo es posible. Y todo es posible porque esperar consiste en hacer un pacto con los espíritus, con las sombras, con uno mismo y con los indicios...

Y, mientras llueve, ella conduce a toda velocidad, para llegar tarde al triste destino de despedirse, cuando derrapa en una recta del azar. Él se lleva sus ojos tristes hacia otro lugar en donde buscar los tiempos felices que ya da por perdidos.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Lo ya dicho (I)

Se colocó las gafas, se produjo el intercambio de moneda y se despidió con tres palabras. Pero, antes de irse, con Elvis chorreando palabras tiernas entre silbidos de pájaros como volando alrededor, se miro en el espejo desde el umbral y no consiguió verse.

Encendió un cigarro al cruzar la puerta como si le sobrara aire, miró al sitio donde se mira cuando se está en otra parte, echó a andar como si tuviera un destino esperando y se fue pensando que no, que nunca había estado allí.

Pero no puede ser. Los peces de acuario pueden soñar con el mar abierto, pero si los sacas y los llevas a donde rompen las olas, se ahogan de libertad, le asusta el agua interminable y la sal les pone la tensión por las nubes. Es mentira, los peces del acuario no saben navegar.

Respira hondo, piensa blanco, ríe brillos y cógeme por la claridad de la piel de invierno que todavía tengo. Hazme florecer la primavera a puñados, envuélveme el futuro entre las líneas de tus manos y deja que venga el verano lentamente, sin prisa, sin poner plazos.

Derritamos en celeste ese azul oscuro casi negro que se te mete en los huesos y te tiembla en la boca. No vas a volverte loca, no te dejaré: antes verde.

Quizás allá lejos también llueva mientras lees. Gotas diferentes, tal vez llueva en otro idioma, quizás recibas el agua por entre un paisaje de barcos que esperan puerto. Sí, quizás sea otra vida la que llueva, otras risas las que escampen rompiendo otro silencio.

Pero me gustaría pensar que allá, lejos, quizás otra lluvia, tal vez otra distancia, pero el mismo texto.

Para que llegue lejos la lluvia, para que te alcance tan a lo lejos, sigo rayando tus sueños con renglones de agua.

Por lejana que sea una película, siempre se puede encontrar algún detalle relevante, un fotograma hermoso, una canción delicada. De todos los ojos diferentes que somos capaces de ponernos, solemos encontrar algún par con el que mirar entornadamente lo que la gran pantalla esconde detrás.

Abúrreme con historias,
ríete de mis lágrimas,
rízame el pelo con las manos.
Respírame en el oído,
llévame en tu bolsillo,
véndete por un beso.

Entonces releo el artículo y recuento todas las palabras propias y ajenas de hoy. Y echo de menos las que no he dicho, las que no me han dicho. Las pronuncio en voz baja, muy baja, tan sólo para mí; como si esas palabras tuvieran una vida secreta que se deshace cuando, otro yo, las lee o las escucha.

A partir de aquí, cuando entran, la secuencia se construye sobre un plano subjetivo, que se acerca al rincón en el que ella reposa la espalda. Se acerca la cámara y aparecen en plano dos manos que le acarician la cara y la acercan hasta un primerísimo plano de ojos entornados y boca entreabierta. Y, después, fundido en negro sobre sus labios.

Los puntos de inflexión, cuando la vida cóncava pasa a ser convexa y la asíntota de la felicidad se retuerce buscando el infinito, no siempre dejan documentos que acrediten el cambio de rumbo. Historias hermosas que acaban resultando encuentros fortuitos con uno mismo, hormonas desesperadas que escriben poemas en busca de autor sobre el vaho de un espejo.

Y claro, como me conozco, si pudiera hacer una película, se que me empeñaría en que acabara mal, muy mal, del peor modo posible; que no es otro que ese que consiste en no dejar pistas de lo que puede pasar después. Mi película acabaría muy mal, desde luego, porque no pueden acabar de otra forma las cosas que se acaban.

Hacer trocitos la verdad y desordenarlos para que parezcan mentira es, en el fondo, el objeto último de este mapa, por cuya boca, sé que se irán muriendo todos mis secretos, tarde o temprano. Confío en que sean parecidos a los tuyos, a los de todos, a los de alguien que, alguna vez, descubrirá que todas las metáforas que se necesitan para vivir convergen en un solo punto.

He leído tantas palabras de eso que llaman amor, se me ha erizado tantas veces la piel por debajo de las palomitas, he deseado con tanta fuerza que se encendiese un luz contra los malentendidos y la obcecación de los protagonistas, que estoy completamente convencido de que debe haber vida después del cine.

Y una vida que, muy posiblemente, no tiene guión.

Vivo por el miedo a morir, amo por el miedo a perder a quienes amo, espero por el miedo que tengo a no tener nada que esperar. Como por miedo, bebo por miedo y hasta sueño por el miedo de no saber hacia dónde ir.

Aunque lo más patético es que escribo por miedo. Sí, como lo lees, Soledad, escribo porque tengo miedo de no poder decirle nunca a nadie algunas de las cosas que escribo.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Los veinte más leídos

Si Aprender a respirar me dio la Posibilidad de flores, agradezco a la vida este Volver a empezar.

Supongo que estoy exagerando cuando explico las Maneras de ponerse a salvo en base a los Diez mandamientos. Sobreestimé la Importancia de Comer perdices antes de que llegara El fin del mundo.

Playa y pastores son incompatibles con una reflexión A propósito de los conectores hecha por 1438 anónimos.

A modo de Contrapunto y aparte de que Yo no soy todos los relojes, es conveniente insistir en que La vida consiste en complicársela, unas veces yendo a Chicago y, otras veces, perdiéndose en El jardín de las Delicias.


Te echo de menos, Como la niña pequeña... que aún no sabe nada del caprichoso Juego del azar.

Malos tiempos para la onírica

No puedo dormir.
Escucho el ruido de un grifo goteando,
desangrándose por yo qué sé desagüe,
no sé si mal cerrado o roto.

Hay un motor en la nevera que alienta el frío
junto a otro que, al acallarse, lo espanta,
y acuerdan los dos en discutir noviembre
justo debajo de mi almohada.

Un gato que maulla a deshoras y a la luna
le ladra un perro, tal vez asirio.
La mosca que sigue con su tarea infinita
ignorando que ya se acabó el verano.

Doy vueltas entre las sábanas
como una pieza de puzle que no encaja
en el hueco que queda en el tablero.
Tampoco consigo quedarme despierto.

En esas horas en que coinciden
la nieve, la sombra y el incendio,
van deshojandose todas las margaritas
en riguroso orden alfabético.

No puedo dormir. Y si bien es un estruendo
roncar minutos, toser pensamientos,
que los desencantos estornuden de cinco en cinco
y se me queden las manos muertas
de tanto abandonarlas a la redondez de las pastillas,
lo terrible es el silencio.

No puedo dormir y, sin embargo,
lo que me duele es la ausencia de sueños
que me impide dibujarle al mar una isla
en mitad de sus naufragios.
Malos tiempos
para tener el corazón equivocado.

Y malos tiempos para la onírica.





Abandonados

Tocamos la noche con las manos
escurriéndonos la oscuridad entre los dedos,
sobándola como la piel de una oveja negra.

Nos hemos abandonado al desamor,
al desgano de vivir colectando horas en el vacío,
en los días que se dejan pasar y se vuelven a repetir,
intrascendentes,
sin huellas, ni sol, ni explosiones radiantes de claridad.

Nos hemos abandonado dolorosamente a la soledad,
sintiendo la necesidad del amor por debajo de las uñas,
el hueco de un sacabocados en el pecho,
el recuerdo y el ruido como dentro de un caracol
que ha vivido ya demasiado en una pecera de ciudad
y apenas si lleva el eco del mar en su laberinto de concha.

¿Cómo volver a recapturar el tiempo?

¿Interponerle el cuerpo fuerte del deseo y la angustia,
hacerlo retroceder acobardado
por nuestra inquebrantable decisión?

Pero... quién sabe si podremos recapturar el momento
que perdimos.

Nadie puede predecir el pasado
cuando ya quizás no somos los mismos,
cuando ya quizás hemos olvidado
el nombre de la calle
donde
alguna vez
pudimos
encontrarnos.

(Gioconda Belli)

sábado, 14 de noviembre de 2015

Te echo de menos

Seguramente es mentira, una mentira inocente, de esas que se dicen sin ser conscientes del peso exacto de las palabras proferidas.

Amo las palabras mucho más que a las vísceras. Y al mismo tiempo las odio por su ingratitud, por su destiempo, por la simplicidad con la que pronuncian alfileres u omiten pomadas.

Las odio porque me marean, dando vueltas en mi cabeza como buscando atolondrarme, porque se me atragantan en el discurso y tengo que engullirlas sin masticar y sé que luego volverán como un mar del norte abandonando una ría.

Pero es largo el amor que nos tenemos. En ellas descanso, a veces, o encuentro fuerzas, o levanto castillos de arena en mitad de un desierto. Remos con los que escapar de la corriente que desemboca en la catarata, alas de tela que me permiten levantar brevemente los pies del suelo --y aterrizar de bruces, luego--, ruedas con las que subir más suavemente la cuesta --o con las que despeñarse hasta el fondo.

Seguramente es mentira. Seguro que todas las palabras lo son tarde o temprano; especialmente, aquellas que más necesitamos. Especialmente aquellas que un eco repentino nos devuelve insistentemente desde el centro de ese huracán interior con el que siempre convivimos a duras penas.

Aún así, y sin creer en la magia, creo en sus efectos. Los disfruto y los sufro más allá del episodio pasajero de escucharlas en otros labios o en los míos, en directo o en diferido, en una escena real o en la secuencia de una ficción. Las sufro y las disfruto mucho más allá del juicio sumarísimo al que tienta someterlas después de cada párrafo. Las vivo más profundamente que el acto en el que se pronuncian o se omiten.

Seguramente es mentira y, además, ya no tengo edad de creer ni siquiera en mí mismo. Empiezo a alejarme de las voces, de los guiños, de los ruidos de fondo que enturbian todas las conversaciones de este mundo, y me quedo con el hueso de las palabras y su dureza contundente y su fragilidad descalcificada a base de años y desperfectos.

Cuando se cruzó en mi camino azul de titubeos y esguinces, dejó de perseguir su objetivo redondo y se paró en seco. Sonrío y, mirándome durante un siglo, me derribó sobre cinco palabras, aprendidas quizás como un himno: "¡Hola, profe! Te echo de menos".

Un acierto imprevisto que, seguramente, es mentira. Seguramente...


Está solo. Para seguir camino...

Está solo. Para seguir camino
se muestra despegado de las cosas.
No lleva provisiones.
Cuando pasan los días
y al final de la tarde piensa en lo sucedido,
tan sólo le conmueve
ese acierto imprevisto
del que pudo vivir la propia vida
en el seguro azar de su conciencia,
así, naturalmente, sin deudas ni banderas.

Una vez dijo amor.
Se poblaron sus labios de ceniza.

Dijo también mañana
con los ojos negados al presente
y sólo tuvo sombras que apretar en la mano,
fantasmas como saldo,
un camino de nubes.

Soledad, libertad,
dos palabras que suelen apoyarse
en los hombros heridos del viajero.

De todo se hace cargo, de nada se convence.
Sus huellas tienen hoy la quemadura
de los sueños vacíos.

No quiere renunciar. Para seguir camino
acepta que la vida se refugie
en una habitación que no es la suya.
La luz se queda siempre detrás de una ventana.
Al otro lado de la puerta
suele escuchar los pasos de la noche.

Sabe que le resulta necesario
aprender a vivir en otra edad,
en otro amor,
en otro tiempo.

Tiempo de habitaciones separadas.

(Luís García Montero)

viernes, 13 de noviembre de 2015

Como la niña pequeña...

Como la niña pequeña que espera en el porche a la hora de la salida del colegio con la mirada puesta en la, para ella, remota cancela del patio.

Y distingue, a lo lejos, la silueta delgada de un hombre joven que se acerca sonriendo, mientras grita entusiasmada "¡papiii!" y se muestra inquieta y desbordante.

Yo la observo con ojos de adulto y párpados de casa vacía. La sujeto por los hombros, con un ademán que pretende ser cariñoso --si bien no todo el mundo encuentra una película parecida al final de la misma retahila de fotogramas--, y le digo con un gesto concienzudamente desatendido: "No, espera a que venga".

Pero la niña pequeña no puede esperar. Ya hace rato que no está en el porche. Su cuerpo sigue pegado a mis piernas, pero ella hace tiempo que flota en las manos de aquel joven que se agacha y abre los  brazos para convertir el mundo en un espacio más cómodo y cercano.

No puede esperar y se me escurre entre los dedos y sólo acierto a decirle un "no corras" tan inútil y tan antiguo como aquel "que tengas cuidado" que oía en mi adolescencia. Entonces me doy por vencido y simplemente me dedico a mirar el balanceo gracioso de su mochila mientras se come a zancadas torpes la distancia a la que siempre se colocan los deseos.

No es justo que la vida no tenga posibilidad de cámara lenta. No es justo que de la euforia al llanto solo medie un parpadeo, que cuando se tiene el infinito en la palma de la mano nos pique ese punto de la espalda al que es imposible acceder si no se es contorsionista. No es justo que aprendamos a tropezar antes que a andar.

La escena termina en abrazo, es cierto, como quienquiera que nos haya acompañado hasta este renglón barruntaba desde el principio. Pero es un final retorcido, inhóspito, amargo. Real y, al mismo tiempo, torpemente inventado.

La metáfora da para mucho. Podría hablar ahora del llanto, de la risa, del deseo y de la frustración; podría desarrollar con alguna frase ingeniosa una teoría sobre el sueño y la pesadilla; podría, rizando un rizo literario, añadir una cántara de leche y reinventar un cuento. Incluso, podría poner Esperanza con mayúsculas y engarzar otra historia también adulta e infantil de contratiempos y desconsuelo.

Pero lo cierto es que lo que me lleva rondando la mente toda la tarde, es el hecho de que mañana --o a lo más tardar el lunes--, por suerte y por desgracia, el padre, la niña, los testigos presenciales y ustedes y yo mismo, habremos olvidado completamente esta anécdota dos veces infantil.

La olvidaremos incluso, aunque seamos nosotros los que estemos en el suelo, mascando polvo y autocompasión, temiendo que no haya nadie que venga a levantarnos. La olvidaremos porque siempre cuesta un poquito empezar a sentirse desgraciado y porque quien no encuentra consuelo es porque no lo necesita.


La culpa es de uno

Quizá fue una hecatombe de esperanzas
un derrumbe de algún modo previsto,
ah, pero mi tristeza sólo tuvo un sentido,

todas mis intuiciones se asomaron
para verme sufrir
y por cierto me vieron.

Hasta aquí había hecho y rehecho
mis trayectos contigo,
hasta aquí había apostado
a inventar la verdad,
pero vos encontraste la manera,
una manera tierna
y a la vez implacable,
de deshauciar mi amor.

Con un sólo pronóstico lo quitaste
de los suburbios de tu vida posible,
lo envolviste en nostalgias,
lo cargaste por cuadras y cuadras,
y despacito
sin que el aire nocturno lo advirtiera,

ahí nomás lo dejaste
a solas con su suerte que no es mucha.

Creo que tenés razón,
la culpa es de uno cuando no enamora
y no de los pretextos
ni del tiempo.

Hace mucho, muchísimo,
que yo no me enfrentaba
como anoche al espejo
y fue implacable como vos
mas no fue tierno.

Ahora estoy solo,
francamente solo,
siempre cuesta un poquito
empezar a sentirse desgraciado.

Antes de regresar
a mis lóbregos cuarteles de invierno,
con los ojos bien secos
por si acaso,
miro como te vas adentrando en la niebla
y empiezo a recordarte.

(Mario Benedetti)

sábado, 24 de octubre de 2015

Maneras de ponerse a salvo

No dormir acompañado por si se ronca fuerte, no soñar despierto por si se desvanece el milagro, no asomar la cabeza por si encontramos la bala perdida.

No presumir de lo bailado -ya se sabe, por si nos lo quitan-. No cometer otra vez los mismos errores por si al final resulta que no producen los mismos efectos y no éramos nosotros los equivocados.

No engordar ni un solo gramo por si luego no damos la talla precisa en el escaparate y nunca, nunca, nunca, bajo ningún concepto, permitirnos salir mal en la foto.

No reír por si luego se llora y no llorar por si las lágrimas inundan el refugio del puente cuando llegue la tormenta con su aparato eléctrico.

Nada de excesos, que luego se sopla; nada de sexo, por si luego duele. Ni una sola palabra que no sea amarga, porque las dulces son contratos que vencen antes de que acabe el plazo.

Dar sólo lo que sobra, guardar para el futuro, aunque no sepamos qué nos hará falta. Esperar pacientemente a que tropiecen los otros para saber cuál de los caminos tomamos.

Esconderse entre la multitud para despistar a los asesinos con buena memoria. Sufrir en nombre de todas las víctimas de todos los naufragios conocidos, por si acaso nos desgrava del dolor total que nos corresponda.

Hacer caso a los adultos, cumplir las normas, prestarse sin compromiso a las causas y pedir cada noche pase de pernocta. Meter sólo un pie en el jardín, nadar y guardar la ropa que ya no es de la temporada. Antes de entrar, tener programada la salida de emergencia. Empezar por el plan B.

Huir de todos, huir de uno mismo, huir de los principios y de los finales, huir de todo sin que se note cómo mengua el tarro de las pastillas, conformarse con poco y ser como los demás.

Sin embargo, me temo que no es suficiente estar prevenido. En esta vida, no hay sitio donde ponerse a salvo. No puedo hacerte caso, Adriana.

Porque no puedo ni quiero ponerme a salvo, pero sé que hay hombros en los que echarse, que me permiten recobrar el aliento. Por eso ya pienso en mí cuando empleo tiempo en reanimarlos, sin saber hacer el boca a boca, sin saber llover sobre mojado.


domingo, 11 de octubre de 2015

El jardín de las Delicias

Me encanta ese cuadro. Tiene algo hipnótico, una luz antigua atrapada en sus colores. Los personajes parecen moverse cuando no los miras y, en el momento en que vuelves la cabeza, se quedan parados en mitad de la fiesta.

Me encanta ese cuadro. Si acaso, quizás debería el autor haber atemperado un poco a pastel sus contrastes de verde. Así las escenas tendrían un halo de sueño interrumpido, un tal vez pintado al óleo en sus caras.

Pero me encanta ese cuadro, me gusta mucho. Desde que me fijé en él, por eso de las casualidades de la vista, me pareció profundamente atractivo. Aunque, en realidad, el agua oscura debería ser más gris en tanto que metáfora, quizá el cielo menos azul, puede que estuviera mejor sobre un paisaje menos llano.

Me encanta ese cuadro y me gustaría aún más si los desnudos fuesen más explícitos, si el aroma a incienso que parece quemarse en el panel derecho cuando entornas los ojos, fuese más lavanda, más anís, más néctar.

Me encanta ese cuadro, si bien hay que reconocer que ese modo naif y daliniano no le favorece nada al mensaje que expresa, a la contradicción que propone; que, por otra parte, no es tan contradictoria ni tan expresiva como si hubiese centrado la acción en unos pocos personajes, en lugar de mostrar un crisol de multitudes todas conscientemente distintas.

Me encanta ese cuadro, aunque creo que no debería ser un tríptico. Quedan como aislados los mundos, se satirizan mutuamente y se estorban. Habría que reunirlo todo en un solo lienzo, en una única mirada.

Me encanta ese cuadro, pero, la verdad, sobran escenas que restan atención al paisaje, en unos casos, y a la trama en otros.

Me encanta ese cuadro. Sin embargo, echo a faltar el blanco, con lo que a mí me pone el blanco, entendiéndolo como infinito, como karma, como zona sin límites que extiende la pintura más allá del marco, hacia las paredes y la vida.

Me encanta ese cuadro. Y el hecho de que haya cosas que yo le cambiaría, la realidad cruda de las pinceladas que desentonan en mi concepto de jardín o el pequeño detalle de que es demasiado grande para mi casa, no impiden que me encante ese cuadro.

Me encanta ese cuadro como yo lo veo, sin necesidad de ser perfecto, sin la obligación de ungirlo con agua bendita antes de tocarlo, sin que tenga que ser exactamente como a mí me gustaría.

Me encanta ese cuadro, me encanta, me encanta. Lo que no termino de tener claro, es si yo le gusto a él, así, como soy.



El jardín de las delicias

Flores, pedazos de tu cuerpo;
me reclamo su savia.
Aprieto entre mis labios
la lacerante verga del gladiolo.
Cosería limones a tu torso,
sus durísimas puntas en mis dedos
como altos pezones de muchacha.
Ya conoce mi lengua las más suaves estrías de tu oreja
y es una caracola.
Ella sabe a tu leche adolescente,
y huele a tus muslos.
En mis muslos contengo los pétalos mojados
de las flores. Son flores pedazos de tu cuerpo.

(Ana Rossetti)

sábado, 10 de octubre de 2015

Aprender a respirar

"Si he llegado a los cincuenta y dos", decía el monologuista satirizando enseñanzas sobre la respiración, "no lo habré hecho tan mal". Y yo me reí profundamente, como cuando se está convencido de tener razón y saber el camino de vuelta a casa.

Pero luego pienso que están los viajes a América, los paseos en barca por el Nilo, la fiesta de la cerveza alemana, y ya no sé si con otra manera de respirar habría llegado yo, no más lejos, no, pero jadeando más fuerte entre tus manos, con tu palabra vida acampando en mi concepto de noche, con un puñado más de arrugas tuyas marcadas en mi cara.

Quizás aún esté a tiempo y pueda encontrar el mecanismo para aprender a respirar de otro modo, como si hubiera esperandome una tirolina de mi talla, como si una hora perfectamente escrita en un poema pudiera devolverme la tinta perdida, como si una lágrima imposible pudiera reconvertirse en gota de sudor.

Según parece, aprender a respirar no es difícil. Se trata de acoger con el diafragma los días venideros lentamente, mientras se relajan los hombros y se mantiene la boca cerrada para que nos dé en la nariz el pálpito de los acontecimientos, y poder filtrar los problemas adecuadamente y templar el gas para que pierda su temperatura de soledad.

Hay que guardar nervios, alegría, miedo, en el abdomen -también, por supuesto, las mariposas-. Irlo llenando despacio para luego extender el pecho contra la rutina de respirar de prisa y masticar a medias las palabras.

Aguantar así unos segundos la, llamémosle realidad, y proceder después a expulsarla poco a poco, apretando no los dientes, sino la barriga, para que no se quede en los pulmones y nos oxide el corazón, sino que vuelva al sitio de donde ha venido.

Y, aunque no lo dicen los manuales, supongo que toca vivir sin aire el instante anterior a la siguiente inspiración correcta. Sencillo, todo muy sencillo y, si se entrena con constancia, acaba haciéndose sin pensar.

Pero es sólo que algunas veces corro, me desvelo, me palpita el corazón a medianoche o me atraganto con recuerdos. Pero es que algunas veces la nariz se deprime, la garganta se irrita, el pecho se envalentona y el vientre se acobarda. Pero es que, algunas veces, hay que tragar saliva antes que aire o cantar frente a la oscuridad para ahuyentar el miedo.

He buscado por todas partes, porque me parece muy extraño que, en una buena respiración, no quepa un beso; pero ninguna disciplina se pronuncia al respecto. Tampoco se mencionan las verdades cuánticas del sexo -esas que son y no son al mismo tiempo-, ni la gama de olores a la que estamos adscritos por cuestiones de nacimiento.

Aunque parece claro, parece muy claro después de estudiar todas las técnicas de mejora personal, budismo, reiki, yoga... que lo que nos impide respirar bien, lo que estropea el mecanismo de la respiración perfecta, son las palabras.

Las palabras son las que nos matan, lentamente; también las escritas, pues, si es difícil aprobar la asignatura de la respiración diciendo te quiero en un teléfono helado, escribirlo con pulso firme en una sábana es ponerlo a los pies de la memoria y de sus caballos blancos.

Las palabras nos matan, lentamente, porque no nos dejan respirar adecuadamente. Las palabras que decimos, claro; pero, sobre todo, las palabras que nos dicen son las que más nos agitan el ir y venir de aire.

Y sigo sin saber si con otra manera de respirar habría llegado yo, no más lejos, no, pero arrugándome más fuerte entre tus manos, con tu palabra noche acechando mi concepto de vida, con un puñado más de jadeos tuyos en mi cara.



-Ayer estuve observando a los animales y me puse a pensar en ti. Las hembras son más tersas, más suaves y más dañinas. Antes de entregarse maltratan al macho, o huyen, se defienden ¿Por qué? Te he visto a ti también, como las palomas, enardeciéndote cuando yo estoy tranquilo. ¿Es que tu sangre y la mía se encienden a diferentes horas? Ahora que estás dormida debías responderme. Tu respiración es tranquila y tienes el rostro desatado y los labios abiertos. Podrías decirlo todo sin aflicción, sin risas. ¿Es que somos distintos? ¿No te hicieron, pues, de mi costado, no me dueles? Cuando estoy en ti, cuando me hago pequeño y me abrazas y me envuelves y te cierras como la flor con el insecto, sé algo, sabemos algo. La hembra es siempre más grande, de algún modo. Nosotros nos salvamos de la muerte. ¿Por qué? Todas las noches nos salvamos. Quedamos juntos, en nuestros brazos, y yo empiezo a crecer como el día. Algo he de andar buscando en ti, algo mío que tú eres y que no has de darme nunca.

(Jaime Sabines)

domingo, 4 de octubre de 2015

La vida consiste en complicársela

Que la vida consiste en complicársela, es una idea que he repetido en mis conversaciones de bar durante mucho tiempo. Tanto, a tanta gente, que me sorprende darme cuenta de que nunca la he escrito. O, si lo he hecho, ha sido sin venir a cuento, y las cosas que no vienen a cuento empiezan extrañando, pero terminan en el olvido.

Escribir un libro, construir una casa, cambiar los muebles... Cuidar de un enfermo, de unos niños, de un perro, de un amor... Colaborar en una ONG, apuntarse a un partido o hacerse sindicalista, preparar una exposición o un discurso... Invitar a comer a tus amigos y cuadrar agendas y tirar de horno...

Y no, como su propio nombre indica, complicarse la vida no resulta sencillo. Se sufre, se trabaja, se duda. Uno se ilusiona para después decepcionarse, imagina globos para que luego la realidad los desinfle, y esto es lo más terrible, poco a poco, casi sin que uno pueda percatarse sino cuando ya van precipitados a tierra.

Y en este epígrafe incluyo también que sean tus cómplices quienes te la compliquen. Por que, al fin, tenerlos es la mayor de las complicaciones y hay que bendecir cualquier cosa que venga de ellos, aunque son muchas las veces que renegamos de sus efectos.

No es una cuestión de azar, como algunas voces apuntan sin gana, sino de voluntad porque, del mismo modo que el presente dura un segundo, del mismo modo que la caricia se extingue al despegar la mano del torso, el azar sólo dura un instante: a partir de que uno se enamora de quien le ha tocado en el bombo, a partir de que el otro parece receptivo, todo lo demás es remar contra corriente, como demuestra el historial de fracasos que todos podríamos exhibir después de dos copas.

Por eso, lo verdaderamente interesante sucede cuando uno quiere complicarse la vida con otro alguien que quiere, al mismo tiempo, complicársela contigo. Y digo interesante, y no digo maravilloso, porque tras la complicación sobrevienen los silencios, los desencantos, los desencuentros... Cuando los hilos esán sueltos ya no se disfruta hablando de nudos, cuando se puede elegir entre cava o ginebra, parece mentira que una vez se tuvo sed y se bebió en un charco o en el interior de un coche asesinado por los ojos de los transeuntes.

Y no digo maravilloso, pero digo interesante, necesario, vital, urgente. Levantar reglas y bajar barreras, revolver la mochila que cada uno traía en su espalda, llenarse del barro que el otro salpica y quedarse manchado para siempre de otras maneras de ver el mundo. Entender que no se entiende, recordar que todos los caminos conducen a Roma excepto el que hemos tomado, desvelarse por las noches con una lágrima de despedida en la mejilla y luego resucitar de entre los olvidados cuando te lanzan un guiño por entre la multitud.

Que la vida consiste en complicársela es un pensamiento alegre, es un deseo plácido, es una certeza que yo tengo. Aunque no le quita hierro al hecho de que no todo el mundo quiere complicársela contigo.

Y a esos, a pesar del sabor a óxido que se queda en los labios y porque la vida consiste en complicársela, no hay más que despedirlos con respeto, agradecerles su tiempo, desearles mucha suerte y alegrarse por ellos cuando, esa vida que no quiso complicarnos, nos los devuelva al doblar una esquina y nos digan sonriendo que todo les va sobre ruedas.

Porque la vida consiste en complicársela, a veces, con alguien; otras veces, sin ese alguien.



FRÍO COMO EL INFIERNO

Roma, 1995

Estamos en invierno y esto es Roma
y tú no estás.
                           Yo voy de un lado a otro
de tu nombre,
                             lo mismo
que un oso en una jaula;
                                                 marco un número;
pongo la radio, escucho una canción
de Patti Smith dar vueltas dentro de Patti Smith
igual que un gato en una lavadora.

Estamos en invierno y yo busco un cuchillo;
miro la calle;
                            pienso en Pasolini;
cojes una naranja con mi mano.

Y esto es Roma.
                                 La nieve
convierte la ciudad en una parte del cielo,
ilumina la noche,
deja sobre las casas su ángel multiplicado.

Y tú no estás.
                            Yo cierro una ventana,
miro el televisor,
                                   leo a Ungaretti,
                                                                     pienso:
la distancia es azul,
yo soy lo único que hay entre tú y este frío.
Estamos en invierno y esta ciudad no es Roma
ni ninguna otra parte.
                                              Miro atrás
y puedo verlo: acabas de apagar una lámpara;
has cerrado los ojos
y sueñas con un bosque;
                                                   de repente
alargas una mano,
                                      buscas una manzana
que está en el otro lado de la mujer dormida...

Mientras,
                      yo odio este mundo frío como el infierno
y el cansancio que caza lentamente mis ojos;
odio al lobo que has puesto en la palabra noche
y la forma en que llenas la habitación vacía.
Odio lo que veré
desde hoy y para siempre: tus pisadas
en la nieve de Roma, donde nunca has estado.
 

(Benjamín Prado)

lunes, 21 de septiembre de 2015

Supongo que estoy exagerando

Aparentemente, la idea es brillante, tentadora. Tanto, que me he quedado pensando en ella.

Envejecer hasta los ochenta y tomarse la vida como un juego de equipo en el que sólo hay que pasar la pelota sin mirar a la canasta. Ni botarla, no nos vaya a rebotar luego. Mirar desde la ventanilla del tren el mundo como una panorámica.

Abrirse los chacras con una imposición de manos descreída, aplicarse una fina capa de metacrilato y dejarse rodar por las escaleras. Y si toca bailar, se baila. Y si no toca, pues no se baila.

Pasarse un paño levemente humedecido para apartar el polvo y tener visión de primera fila en el tercer acto de la obra, pero sin voz. Endurecer el oído a base de agua oxigenada y acolcharse el corazón entre capas de poliuretano.

No hiperventilar, no rebelarse, no meterse en líos. Terminar los que ya se han emprendido --por aquello de no perder el nobel de la responsabilidad tantas veces merecido--, y no maquinar ilusiones a terceros, ni siquiera para aquellos cuya póliza siga vigente.

La idea es muy tentadora: en lugar de desvivirse, inhibirse. En vez de hundirse en cada sinvivir de los que nos vienen llovidos del porvenir, habituarse a un convivir tibio con la conformidad. Como un dejarse llover a cubierto, como un prescindir del delirio cuando se anda muerto de sensatez. Brillante estrategia, sin duda.

Y, sin embargo, a pesar de todas las ventajas... No sé... No termino de verlo. 

Será que veo demasiado largo el huerto que me queda por cavar y me parecen pocas lágrimas para tanto riego. Será que mirarme en un sólo espejo me parece una cárcel sin barrotes. Será que una única brújula es poco equipaje para un viaje sideral.

¡Quizás si fuese obligatorio para todos! Pero es que también hay fuegos que apagar allá por donde vamos pasando, y se acercan vecinos con sótanos inundados que nos obligan a retorcer las mantas. También vienen -y esas son las que más me cuestan- despedidas pendientes de tramitar que te dejan sin palabras.

No lo veo... Pero no me hagas caso porque, desde que huí del invernadero, tengo el termostato roto. Será este recorrer los bares sin parar de encontrar vasos tan medio vacíos y medio llenos que me dejan intacta la sed.

Será que me extraña querer romper mi metacrilato delante de quien quiere envolverse en uno. Será que ya he entendido que no saldré vivo del laberinto. Será que estar solo no es mi país definitivo, aunque acabará siendo mi mausoleo.

En fin, que no lo veo y que tampoco sé explicarme mejor. Decirte, solamente, que para ese viaje concreto no cuentes conmigo.

Supongo que --ahora que leo todo junto mi alegato--, estoy exagerando un poco. Pero es que voy aprendiendo, quizás demasiado lentamente, que es de eso de lo que se trata.


Vals de aniversario

Nada hay tan dulce como una habitación
para dos, cuando ya no nos queremos demasiado,
fuera de la ciudad, en un hotel tranquilo,
y parejas dudosas y algún niño con ganglios,

si no es esta ligera sensación
de irrealidad. Algo como el verano
en casa de mis padres, hace tiempo,
como viajes en tren por la noche. Te llamo

para decir que no te digo nada
que tú ya no conozcas, o si acaso
para besarte vagamente
los mismos labios.

Has dejado el balcón.
Ha oscurecido el cuarto
mientras que nos miramos tiernamente,
incómodos de no sentir el peso de tres años.

Todo es igual, parece
que no fue ayer. Y este sabor nostálgico,
que los silencios ponen en la boca,
posiblemente induce a equivocarnos

en nuestros sentimientos. Pero no
sin alguna reserva, porque por debajo
algo tira más fuerte y es (para decirlo
quizá de un modo menos inexacto)
difícil recordar que nos queremos,
si no es con cierta imprecisión, y el sábado,
que es hoy, queda tan cerca
de ayer a última hora y de pasado

mañana
por la mañana...

(Jaime Gil de Biedma)



Happy ending

Aunque la noche, conmigo,
no la duermas ya,
sólo el azar nos dirá
si es definitivo.

Que aunque el gusto nunca más
vuelve a ser el mismo,
en la vida los olvidos
no suelen durar.

(Jaime Gil de Biedma)



Suertes

Azar no es arrojar una moneda al aire.
Ni siquiera esperar el cara o cruz..
Azar es atrapar la moneda en el aire
y huir sin dejar rastro.

(Jorge Boccanera)

jueves, 17 de septiembre de 2015

1438 anónimos

Todos los días tienen un minuto de cielo escondido entre los pliegues de las rutinas. Todos los días tienen un minuto que, unas veces sólo dura un segundo y otras veces puede durar horas. Todos los días, también, tienen su minuto de infierno.

Parece, por lo que digo, que el resto del día no sirve para nada, que son minutos inútiles, que no dejan huella, que nacen sin nombre para luego morir anónimamente.

En la memoria sólo se nos quedan, grabados a fuego algunas veces, las visitas horizontales, las discusiones obtusas, los nervios escapados por la garganta. Se nos quedan, y no para siempre, sino sólo hasta que el olvido nos separe, la alarma conectada al dolor, el fuego encendido de las palabras venenosas, la lluvia ácida del deseo convertida en ducha fría.

Y parece que los otros, estos en los que tecleo, aquellos en los que sueño, se desvanecieran en el aire sin pena ni gloria ni necesidad de mención. Como si vivir fuese un relámpago que se enciende, dura un instante y luego vuelve a la oscuridad de la que vino.

Quizá es que ponemos el techo demasiado alto, quizás es que el infierno lo encendemos demasiado pronto, quizás es que pintamos el cielo demasiado azul.

El caso es que a mí se me van cayendo como a un pozo en el que se superponen aquellos minutos que fabricaron un sueño con los que lo estropearon después, se me deshacen los que me prepararon un encuentro por entre los restos de otros que me dejaron en medio de una decepción, se me derriten las palabras que quise decir con las siguientes que no dije, con las últimas que escuché, con las que espero oír dentro de un rato.

Por eso quiero hacerte saber, en nombre de mis mil cuatrocientos treinta y ocho anónimos, cuánto admiro ese don que tienes para ponerle nombre a todos los tuyos, recordarlos concienzudamente, ordenarlos por colores y tratarlos como prodigiosa lluvia que te roza la piel.

Cuánto admiro ese don que tienes para poner la vida en palabras salpicadas de risas o de lágrimas, ese don que tienes para ver dentro de lo que está encerrado en silencios, ese don que tienes para salpicar los mapas del tiempo con gotas de humor documental y de melodrama.

Quiero que sepas cuánto admiro ese don y, sobre todo, cuánto agradezco que cada día reserves sesenta, más o menos, para  que, mientras yo intento acordarme de cuatro o cinco míos, tu puedas contarme absolutamente todos los tuyos al oído. A veces, incluso, contándome algunos dos veces.

Aunque en demasiadas ocasiones me los cuentes a una distancia tan larga... Tan larga como ésta desde la que te escribo.


Una palabra

De nada sirve abrir una palabra
y vaciar por ella lo más duro,
lo más incomprensible, si no tienes
fuerzas para cerrarla cuando llega
la hora sin minutos del silencio,
cuando todo es espejo de tu solo
suspiro helado, voz que nadie toma
entre sus labios para convertirla
de nuevo en tu palabra y en la suya.

(María Sanz)


Anónimo

Porque el destino mira siempre al frente,
porque los cuatro puntos desleales
de mi vida se pierden en un mapa
cada vez más pequeño, yo diría,
aprovechando que no me oye nadie,
unas palabras, una frase, algo
más que esos versos. Porque si el destino
es una línea recta, si hay un norte
orientado a las luces de poniente,
yo quisiera decir o ser el eco,
tan sólo el eco ya, de algún poema,
aprovechando que no lee nadie
en este libro abierto de mi vida.

(María Sanz)

lunes, 14 de septiembre de 2015

Chicago

A cada edad que transitamos, nos dejamos medio mundo fuera. Trozos que se quedan sin entender, sin vivir o, simplemente, sin saber siquiera que estuvieron ahí.

De niño me decían que era demasiado pequeño para entender lo que pasaba. Ahora recuerdo todo aquello que se me quedó sin vivir cuando fui creciendo. Y aún me espera un trago largo en el que el vértigo me pase por encima y me arrolle sin saber ni cómo ni por qué.

Quizá es que nuestro sitio siempre está en el pasado, cuidadosamente retenido en una memoria que nos miente y nos protege de los delirios. Porque, de aquellos años de destierro, en la charla animada de unas cervezas, contamos con sonrisas en la boca una multitud de anécdotas hilarantes.

Detalles que en sí mismos no tienen demasiada gracia para quien los escucha desde fuera, porque su valor consiste en lo común de haberlos vivido; naturalmente, desde diferentes ojos y diferentes esquinas, aunque de la misma plaza.

Pareciera que áquel era nuestro sitio, aun cuando nos alegramos de haber salido enteros de aquella larga temporada de días monótonos puestos en fila. Pareciera también que ahora nuestro único sitio es recordar que lo fue, y que, después de cerrar los bares, se desintegraran a la vez estos y aquellos momentos sin dejar ni el más mínimo residuo de polvo.

Luego visitamos Chicago, que es otra ciudad en la que somos forasteros. Coleccionando miradas ajenas y moviendo vasos con hielo en la manos, se hace un turismo estático, como si estuvieses sentado en la estación viendo llegar e irse viajeros. Pero las estaciones no son el sitio de nadie, sólo un tránsito hacia lugares menos inhóspitos.

Supongo que tenemos un lugar en el mundo, pero a mí siempre me pilla en otro lado, en otra gente, más allá. Quizá esté en Maine o en cualquier otro sitio lejos de mi casa. Quizás mi casa nunca ha sido mi casa, por mucho que me empeñe en cambiar los muebles de sitio y los cuadros de pared. Quizás mi lugar en el mundo sea no estar en el mundo de nadie, sino sólo en mi mundo, solo en mi mundo, que es un mundo errante que se mueve conmigo.

Aunque también podría ocurrir que no tengamos un único lugar, sino muchos, uno distinto para cada alguien que nos acompaña en un tramo del viaje, y nuestro verdadero hogar sea una mudanza y un idioma en el que hacerla.

Quiero creer que hay un lugar en el que quepo, quiero creer que se mueve con mis pies y con mis manos, quiero pensar que en ese lugar también cabes tú.

Aunque hay noches en que temo que ese lugar sea tan pequeño como un sofá, y que esté tan a la intemperie que solo podamos hablarnos al oído.


Ningún lugar está aquí o está ahí...

Ningún lugar está aquí o está ahí
Todo lugar es proyectado desde adentro
Todo lugar es superpuesto en el espacio

Ahora estoy echando un lugar para afuera
estoy tratando de ponerlo encima de ahí
encima del espacio donde no estás
a ver si de tanto hacer fuerza si de tanto hacer fuerza
te apareces ahí sonriente otra vez

Aparécete ahí aparécete sin miedo
y desde afuera avanza hacia aquí
y haz harta fuerza harta fuerza
a ver si yo me aparezco otra vez si aparezco otra vez
si reaparecemos los dos tomados de la mano
en el espacio
donde coinciden
todos nuestros lugares

(Oscar Hahn)




Televidente

Aquí estoy otra vez de vuelta
en mi cuarto de Iowa City

tomo a sorbos mi plato de sopa Campbell
frente al televisor apagado

la pantalla refleja la imagen
de la cuchara entrando en mi boca.

Y soy el aviso comercial de mí mismo
que anuncia nada a nadie.

(Oscar Hahn)

viernes, 11 de septiembre de 2015

Contrapunto

A una niña que llora desconsolada le sucede una mujer que ríe incrédula y azul. Que sepamos ayudarnos es un deseo que antecede a la canción que pide suerte, mientras al fondo se va deshaciendo un verano que ha pasado vertiginoso.

Piqué se presenta ante los periodistas en tanto que familias sirias son perseguidas por las vías de los  trenes. El bebé desordena los zapatos justo antes de que un nervio se ensañe contra la tranquilidad. Me faltan lentejas y corro a pedirlas al vecindario para volver justo a tiempo de enfadarme con Endesa y sus horarios comerciales.

Miro en la tienda de baratijas el objeto perfecto para educar en valores, combato la ñoñería de las cortinas rosas con una defensa encendida de lo cutre, y esquivo la mano de Diógenesis con un antojo de consumismo.

Compro coches de juguete, no sé si a favor o en contra de la igualdad. Me salto el régimen por defecto para poderme perdonar el exceso anterior y prevenir el siguiente. En lugar de besar busco fotos, confundo el tiempo de abrazar con tener las manos llenas de niños y el oído blando con el corazón duro.

Antes del viernes vacío, llega un jueves completo, un miércoles a medias, un martes limpio de espinas y un lunes de diluvio que me pasa desapercibido. El camino de ida se me enturbia con pensamientos negros, pero el de vuelta me reconcilia con el mundo.

Debe ser que en esta vida todo tiene su contrapunto, a muchas voces, en tantos idiomas, en inmensas notas sobre un pentagrama que gira alrededor de su clave. Debe ser que somos parte de alguna melodía, estribillos de una canción inacabada, acordes y arpegios escapados de un instrumento contradictorio.

Dices que nos contamos dos veces lo mismo, que María Magdalena tiene un canon, o describes el surrealismo de un papel adhesivo mientras reinventamos guiones de Almodóvar. Y quizás tengas razón en todo porque los principios siempre se parecen, porque los finales son siempre parecidos; porque, para quien tiene memoria, nada es nuevo, todo es repetido.

A las infidelidades de mi memoria -que no tienen nada que ver con el olvido- debo ahora este contrapunto de ternura al que me siento adherido y que me empuja a escribir, más que de la contabilidad de las pieles, sobre esta ingenua creencia en lo que no tiene sitio, sobre esta suave tarea de confiar en nosotros, sobre este modo lento de avanzar hacia porvenires antiguos.

SOLITARIOS

Vuelvo a casa.
Y si está la soledad propicia,
la llama de la vela,
la noche y esa música,
me pongo a separar lo que me has dicho,
palabra tras palabra,
con cuidado.
Y luego
las pongo en la mesa,
boca abajo,
y con la mano izquierda
—la mano del deseo—
las escojo al azar,
las vuelvo como cartas
y las miro.
Y siempre me sale un solitario.

(Trinidad Gan)

domingo, 6 de septiembre de 2015

Por cambiar de registro

Cuentan de una dama que un día,
cuando el sol ya llegaba al ocaso,
confesaba, teléfono en mano,
a un buen amigo lejano,
que andaba un poco deprimida
al pensar en los inconvenientes
que le guardaba este setiembre
tras las vacaciones de verano.

--¡Vive Dios! --se quejaba--,
que tengo que volver
otro año al mismo sitio.
Con lo que a mi me gusta cambiar
de compañeros y de niños,
probar el asiento de otros coches
haciendo kilómetros nuevos
y departir sobre amoríos y sexo
con las gentes de distinto idem
que pueblan el raro mundo
del magisterio.

El caballero, tras un rato menudo,
después de escuchar atentamente
sus ejemplos y su discurso,
más perdido que el pendiente
de la afamada Lola Flores,
no consiguió ser ocurrente
y se refugió en el refranero
para decirle con simpleza:
--Como hay gustos, hay colores.

Ella, que esperaba más destreza
en el arte de la palabra,
al punto le contesta rebelde:
--¡Pardiez! Mira que eres parco.
Y al llamarte parco me excedo,
pues te pongo una erre de más.
Di algo que me consuele.

--Pues que cambies de registro.

--No entiendo tus metáforas, Karmele.

--Digo que quien se empeña en ver
medio vacío aiempre el vaso,
al final se muere de sed.

--Primero metáfora y luego aforismo.
¿Quieres hablar en cristiano
de una vez?

--Que hay que cambiar de registro,
convertirse por un momento en otro,
y mirar lo bueno que se esconde en todo,
centrarse en las ventajas
y no en los inconvenientes,
saber que, si alegras la mente,
el cuerpo te tocará las palmas.

--Es más fácil decillo que hacello.

--Cierto, pero el resultado es más bello
y se mantiene mejor la calma.

--Ponme un ejemplo.

--Escrito aquí te lo tengo.

Aunque si al cambiar de registro
abandonando la prosa un poco
para darme al vicio del ripio
y sucumbir al tirabuzón
del verso desatinado de un loco,
tu semblante no se ilumina
ni late más alegre tu corazón,
donde dije digo, digo Diego
para pedirte que olvides aquesto
y volvamos juntos, presto,
al registro anterior.

lunes, 31 de agosto de 2015

El fin del mundo

La caldera de gas, el salón y su mobiliario adecentado, el tapete de diseño, el mal de Stendhal en una tienda de chinos y el nombre de los colores.

Pintar la puerta o cambiarla, el exámen de piano con sus teclas abrasivas, la playa intermitente y el modo estafa con masilla, el calor sofocante, las fiestas patronales y la orquesta tentaciones.

Abrillantar el suelo aunque deslumbre, tintarse el corazón con un color más jóven, el reiki contra la espalda, la cera del centro, la degustación de bizcochos, la ropa en desuso, la nueva tarjeta bancaria...

Hacienda, que somos todos, el taxi como oficio paterno, la fe del Alcoyano y su dama de Elche en mitad del palmeral, las lámparas y la verticalidad indiferente, la ausencia de Roma y, sin embargo, el laurel de noche.

En julio se puso azul la misma luna llena que ahora, inmensa, abarca el medio cielo que queda sin nublar. Y nacen niños fuera de cuenta, enloquecen adultos que mueren por asta de toro y estupidez, huyen refugiados de sus guerras, entrando por los telediarios hacia esa mezcla de crueldad y compasión que llamamos civilización.

Se oye el murmullo de los whatsapp, el crujido de los facebook, que es como una risilla nerviosa que recorre twitter a lo largo. Todo el mundo corre a ponerse a salvo y se llenan las carreteras con vehículos lánguidos y las pobres lavadoras tiemblan antes de empacharse de ropa sucia. Se preparan los abogados divorcistas para la avalancha de parejas rotas y lloramos la terrible realidad del desamor deshecho en hachazos.

Es el fin del mundo. Colisiona contra nosotros, irremediablemente, un septiembre que siempre nos pilla desprevenidos, que siempre llega demasiado pronto, que siempre huele a todo lo que nos faltó tiempo que dedicar.

Yo también hubiera necesitado una ración de caricias más, otra tarde dorada de playa, alguna mañana de churros, un paseo nocturno por la alhambra o convenir un escaparate en el que pasar las horas de más calor.

Hubiera necesitado un día más, un mes más, empezar de nuevo el verano o encontrarme un año de ventaja. Pero llega el fin del mundo y no ha habido tiempo para vivir más vida que la propia y rozar apenas la de los demás.

Todos hubiéramos necesitado algo que no sucedió porque, al fin y al cabo, vivir consiste en darse cuenta de lo que nos falta, estirar la mano para tocarlo y, muy probablemente, despreciarlo después de haberlo conseguido.

Pero llega septiembre y el mundo se acaba. Habrá que prepararse para el impacto. Colisionamos contra los días venideros, así que tendremos que agazaparnos esta noche protegidos por la cama de siempre y, bien temprano, preparar un informe de daños y una lista de las cosas que se han roto.

Y, lo más duro de todo: saber que sobreviviremos sin ellas.


El combate por la luz

De tanto ver la luz hemos perdido
la recta proporción de ese milagro,
que otorga a la materia su volumen,
contorno fiel al mundo que queremos
y límite a los puntos cardinales.
A fuerza de costumbre, hemos dado en creer
que es un merecimiento, cada día,
que el día se levante en claridad
y que se ofrezca límpido a los ojos,
para que la mirada le entregue un orden propio,
distinto a los demás, y lo convierta
en nuestra inadvertida obra de arte.
Hay una ingratitud consustancial
al hecho de estar vivos, un intrínseco
poder de desmemoria, y nos impiden
brindar a cada instante el homenaje
que cada instante de verdad merece,
por su absoluta magia de estar siendo,
en vez de no haber sido en absoluto.
Con cada amanecer dubitativo,
con cada tumultuoso amanecer,
la luz arrasa el reino de la noche
y emprende su combate. En el confuso
magma de oscuridad, con cada aurora
triunfa la exactitud de cuanto existe
sobre la vocación de incertidumbre
que tienta con su nada a lo real.
En toda madrugada se renueva
un conjuro de origen, esa fórmula
que impuso el movimiento al primer día.
Somos testigos, en el alba pura,
del trono en que la luz alza su reino
y lo concede intacto a cualquier súbdito.
Conviene contemplar la luz con más paciencia,
brindarle una atención encandilada,
el sumiso homenaje con que un bárbaro
descubre reverente en su aventura
la tierra que jamás ha visto nadie.

(Carlos Marzal)

viernes, 28 de agosto de 2015

Playa y pastores

Tengo que decir que pasan cansinos los días de verano entre el vaivén de las olas y el ritmo de la brisa. La vida parece tomarse un respiro de la agitación frenética a que nos tiene acostumbrados. Tal vez, un resoplido, que intenta en vano remediar el calor sofocante de los mediodías y el bochorno agazapado por las noches dentro de las casas.

El mar es, al mismo tiempo, el centro y el paisaje de un devenir indeciso que pasa despacio, como no sabiendo si irse o si quedarse, bailando al son de vientos juguetones, pero siempre con su misma estampa, en su misma parsimonia.

Tengo que decir que está frío este rincón el Mediterráneo y me recuerda al entrar en su seno que no soy criatura de agua, sino de fuego. Más tarde, a fuerza de insistencia, las olas me abren un hueco y parecen aceptarme. Pero siempre seré un invitado molesto y al menor descuido la lengua del mar me empuja con su termómetro roto, como esperando que desista de mi intento.

Me siento en la playa, felizmente derrotado, y el mar se tumba tranquilo alrededor del horizonte. Me quedo embriagado con su aroma azul a viaje lejano, con su incansable y sutil forma de lamer la tierra, con el caos de remolino que juega a filtrarse en la arena despeinando la tierra para, en el instante siguiente, volver a alisarle el pelo.

Abre la boca la ola que gruñe, arrasando las pisadas que dejaron los pies errantes sobre el terno mojado de la blandura. Y cuando se retira el tirabuzón de espuma, llega el silencio concreto tras el estallido momentáneo del susurro, la calma después del torbellino, el orden camuflando el caos que lleva dentro. Se borra la pizarra fugaz del pasado y ya no importa quién pisó la playa, ni cuando, ni por qué; porque en el mar del tiempo, todos los rastros duran un soplo, dos latidos, tres parpadeos.

Tengo que decir que la memoria salada del mar lo olvida todo, lo borra todo, lo tapa todo. Se traga los gritos de los náufragos, el bautismo de las niñas y las huellas del tiempo. Ahoga el llanto de los que una vez anduvieron por el otro lado y que, ahora, pasan a mi alrededor intentando vender vestidos a bajo precio.

Pero no es melancolía ni tristeza, sino retorno, lo que rezuma el mar por todos sus poros. Tengo que decir que nos llevamos su arena en las chanclas, sus caracolas en el oído, sus conchas en los collares y su sal en la piel que va tornándose de color oscuro aunque no con la rapidez que quisiéramos. Mas nada le preocupa, porque sabe que un día todo lo que se le arrebató alguna vez, en alguna vida, le será devuelto junto con el secreto de los ciclos que regresan a su punto de inicio.

Dichosa sal que transforma en comunes las tarde, bendita arena que es tiempo regalado sobre la espalda, preciosa piel desnuda cuando se hace cotidiana. Tengo que decir que también me traigo la caracola de los pastores con todos los "tengo que decir" enrollados en espirales que, tal vez, tú escuches cuando te acerques estas letras al oído.


Horizontal, sí, te quiero...

Horizontal, sí, te quiero.
Mírale la cara al cielo,
de la cara. Déjate ya
de fingir un equilibrio
donde lloramos tú y yo.
Ríndete
a la gran verdad final,
a lo que has de ser conmigo,
tendida ya, paralela,
en la muerte o en el beso.
Horizontal es la noche
en el mar, gran masa trémula
sobre la tierra acostada,
vencida sobre la playa.
El estar de pie, mentira:
sólo correr o tenderse.
Y lo que tú y yo queremos
y el día - ya tan cansado
de estar con su luz, derecho -
es que nos llegue, viviendo
y con temblor de morir,
en lo más alto del beso,
ese quedarse rendidos
por el amor más ingrávido,
al peso de ser de tierra,
materia, carne de vida.
En la noche y la trasnoche,
y el amor y el transamor,
ya cambiados
en horizontes finales,
tú y yo, de nosotros mismos.

(Pedro Salinas)



domingo, 23 de agosto de 2015

Posibilidad de flores

Me gustaría escribir una noche con posibilidad de flores, esculpir un brindis que alce una copa dulce sobre el destino y la arroje después a la chimenea, rodar un sueño con el móvil y subirlo a alguna clase de nube con todos mis nombres impresos en los títulos de crédito.

Al fin y al cabo, la materia de la vida es intangible y, se use el método que se use para retenerla, es tan inútil como cualquier otro. Se lance el sortilegio que se lance, al doblar la siguiente esquina, la princesa y el sapo cambiarán de papel y de cuento, y volverán a encontrarse o no en el abismo de un beso.

Porque la realidad dura un instante que viene empujado por el siguiente. Después de un día, aparece otro diferente y concatenado. Más allá de cada abrazo, de cada dedo que surca una piel con arrugas, más allá de cada palabra repetida al oído, queda una puerta que suena a hueco al cerrarse.

Pero el futuro es incesante --una víspera infinita nos tiene atrapados en su telaraña-- y el deseo es débil excusa contra la siguiente línea del código que el caos ejecuta mientras se derrite, como un terrón amargo de incertidumbre, en un centímetro de mar.

Ya no sé si poner en palabras los sueños es traicionarlos, pintarles una diana en la espalda, delatarlos al departamento de decepciones venideras; o lavarse los ojos y los labios antes de la próxima tormenta de arena que está esperando en las manecillas del reloj. Ya no sé hasta dónde hubieran subido las burbujas que explotaron al tocarlas con dedo de niño y que salpicaron una vida adulta que nunca consigo recordar exactamente como fue.

Aunque a estas alturas del desencanto, no me parece justo tanto anunciar el tercer acto y no plantear siquiera el nudo. Dejar que todo lo escrito se resuelva en gancho, en promesa de jugoso cotilleo que antecede a la publicidad.

No me arrepiento de haber comenzado lo escrito, no me arrepiento de haber escrito el comienzo, no me arrepiento, tampoco, de haber imaginado antes de tiempo varios finales abiertos y sin corazón. No me arrepiento de ninguna palabra de las que te he susurrado al oído.

Es sólo que me gustaría que, alguna vez alguien, me las dijera a mí a su modo crudo, en su idioma de no tener mano para las macetas. Que me ofrezcan coger una rosa por el trozo sin espinas, o una margarita trucada, que tenga los pétalos contados para acertar.

Que alguna vez alguien me reviente una metáfora en el pecho que pinte mis ojos más verdes y traidores de lo que son.

Y, en fin, que me gustaría escribir una noche con posibilidad de flores, aunque sé que pronunciar los deseos en voz alta los convierte en piedra y ya no puedes fiarte de ellos.


Destino

Matamos lo que amamos. Lo demás
no ha estado vivo nunca.
Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere
un olvido, una ausencia, a veces menos.
Matamos lo que amamos. ¡Que cese ya esta asfixia
de respirar con un pulmón ajeno!
El aire no es bastante
para los dos. Y no basta la tierra
para los cuerpos juntos
y la ración de la esperanza es poca
y el dolor no se puede compartir.

El hombre es animal de soledades,
ciervo con una flecha en el ijar
que huye y se desangra.

¡Ah! pero el odio, su fijeza insomne
de pupilas de vidrio; su actitud
que es a la vez reposo y amenaza.

El ciervo va a beber y en el agua aparece
el reflejo de un tigre.
El ciervo bebe el agua y la imagen. Se vuelve
- antes que lo devoren - ( cómplice, fascinado )
igual a su enemigo.

Damos la vida sólo a lo que odiamos.

(Rosario Castellanos)