sábado, 21 de noviembre de 2015

Lo ya dicho (I)

Se colocó las gafas, se produjo el intercambio de moneda y se despidió con tres palabras. Pero, antes de irse, con Elvis chorreando palabras tiernas entre silbidos de pájaros como volando alrededor, se miro en el espejo desde el umbral y no consiguió verse.

Encendió un cigarro al cruzar la puerta como si le sobrara aire, miró al sitio donde se mira cuando se está en otra parte, echó a andar como si tuviera un destino esperando y se fue pensando que no, que nunca había estado allí.

Pero no puede ser. Los peces de acuario pueden soñar con el mar abierto, pero si los sacas y los llevas a donde rompen las olas, se ahogan de libertad, le asusta el agua interminable y la sal les pone la tensión por las nubes. Es mentira, los peces del acuario no saben navegar.

Respira hondo, piensa blanco, ríe brillos y cógeme por la claridad de la piel de invierno que todavía tengo. Hazme florecer la primavera a puñados, envuélveme el futuro entre las líneas de tus manos y deja que venga el verano lentamente, sin prisa, sin poner plazos.

Derritamos en celeste ese azul oscuro casi negro que se te mete en los huesos y te tiembla en la boca. No vas a volverte loca, no te dejaré: antes verde.

Quizás allá lejos también llueva mientras lees. Gotas diferentes, tal vez llueva en otro idioma, quizás recibas el agua por entre un paisaje de barcos que esperan puerto. Sí, quizás sea otra vida la que llueva, otras risas las que escampen rompiendo otro silencio.

Pero me gustaría pensar que allá, lejos, quizás otra lluvia, tal vez otra distancia, pero el mismo texto.

Para que llegue lejos la lluvia, para que te alcance tan a lo lejos, sigo rayando tus sueños con renglones de agua.

Por lejana que sea una película, siempre se puede encontrar algún detalle relevante, un fotograma hermoso, una canción delicada. De todos los ojos diferentes que somos capaces de ponernos, solemos encontrar algún par con el que mirar entornadamente lo que la gran pantalla esconde detrás.

Abúrreme con historias,
ríete de mis lágrimas,
rízame el pelo con las manos.
Respírame en el oído,
llévame en tu bolsillo,
véndete por un beso.

Entonces releo el artículo y recuento todas las palabras propias y ajenas de hoy. Y echo de menos las que no he dicho, las que no me han dicho. Las pronuncio en voz baja, muy baja, tan sólo para mí; como si esas palabras tuvieran una vida secreta que se deshace cuando, otro yo, las lee o las escucha.

A partir de aquí, cuando entran, la secuencia se construye sobre un plano subjetivo, que se acerca al rincón en el que ella reposa la espalda. Se acerca la cámara y aparecen en plano dos manos que le acarician la cara y la acercan hasta un primerísimo plano de ojos entornados y boca entreabierta. Y, después, fundido en negro sobre sus labios.

Los puntos de inflexión, cuando la vida cóncava pasa a ser convexa y la asíntota de la felicidad se retuerce buscando el infinito, no siempre dejan documentos que acrediten el cambio de rumbo. Historias hermosas que acaban resultando encuentros fortuitos con uno mismo, hormonas desesperadas que escriben poemas en busca de autor sobre el vaho de un espejo.

Y claro, como me conozco, si pudiera hacer una película, se que me empeñaría en que acabara mal, muy mal, del peor modo posible; que no es otro que ese que consiste en no dejar pistas de lo que puede pasar después. Mi película acabaría muy mal, desde luego, porque no pueden acabar de otra forma las cosas que se acaban.

Hacer trocitos la verdad y desordenarlos para que parezcan mentira es, en el fondo, el objeto último de este mapa, por cuya boca, sé que se irán muriendo todos mis secretos, tarde o temprano. Confío en que sean parecidos a los tuyos, a los de todos, a los de alguien que, alguna vez, descubrirá que todas las metáforas que se necesitan para vivir convergen en un solo punto.

He leído tantas palabras de eso que llaman amor, se me ha erizado tantas veces la piel por debajo de las palomitas, he deseado con tanta fuerza que se encendiese un luz contra los malentendidos y la obcecación de los protagonistas, que estoy completamente convencido de que debe haber vida después del cine.

Y una vida que, muy posiblemente, no tiene guión.

Vivo por el miedo a morir, amo por el miedo a perder a quienes amo, espero por el miedo que tengo a no tener nada que esperar. Como por miedo, bebo por miedo y hasta sueño por el miedo de no saber hacia dónde ir.

Aunque lo más patético es que escribo por miedo. Sí, como lo lees, Soledad, escribo porque tengo miedo de no poder decirle nunca a nadie algunas de las cosas que escribo.

2 comentarios: