Lo ya dicho (II)
Cada quien es libre de elegir sus propios demonios, cada quien decide cuando matar las nubes, cada uno escoge el reducto de sus paranoias. Rosas o tulipanes, cada uno escoge su lado de la cama y su personal estilo de no parecer ridículo.
Para cuando lleguen los tiempos difíciles, recuerda que al final las cosas que salen, salen bien, y que salen bien porque salen. Que prisión es cualquier cosa de la que uno escapa, que la tristeza proviene de haberse sentido alegre.
Aunque para todos no sirven los mismos trucos, quiero que sepas que el amor está hecho de letras. Y es en los tiempos difíciles cuando con más intensidad hay que buscar las dos cosas, cuando más hay que buscarse uno mismo y darse por encontrado.
Una llamada solo es un pasatiempo
si no descuelga el auricular la incertidumbre,
la decepción está hecha con la cera
que se va derritiendo mientras la llama que encendimos
brilla estrepitosamente,
el éxtasis sólo es posible
hasta que aprendemos a calcular el estupor.
Ella ya lo sabía. Ya conocía todas las manías que después mataron el afecto. Luego aparecen por sorpresa y parece que nunca estuvieron ahí. Pero sí, saltaban a la vista y nos las sabíamos de memoria.
Pero no sabemos calcular el desgaste, no conseguimos entender lo que nos ocurre cuando se domestica el estupor. No ajustamos bien las cuentas que se establecen entre las felicidades pasajeras y el martillo pilón de la rutina.
En el fondo, es que sólo creemos merecer lo bueno. Lo malo siempre es culpa de otros. Y que todo cansa. Y cansa del todo.
Puede que la rutina sea un buen lugar para refugiarse. Tal vez el único cobijo esté en esos actos repetidos que ya no sabemos bien cuando los aprendimos ni por qué. Es posible que podamos escudarnos en lo cotidiano intentando elevarlo hasta divino, agarrando la vida por su levedad.
En cambio, prefiero concentrarme en lo que nos une, en lo que sale bien, en la esperanza cuando se comparte. Me decanto por apostar a lo improbable cuando me hace feliz que suceda, se me olvidan los cristales que se me clavan en los pies si consigo mirar hacia arriba.
Muchos son los miedos que nos acompañan, pero uno de los peores es el de no haber sido nadie, no haber alcanzado nada de lo que uno se propuso. Tengo que dejarle algo a mis hijos porque si no ¿quién he sido?
Respiremos hondo. Estamos esperando una llamada que no llegará nunca. Nadie pulsará nuestros números y, cuando descolguemos, vaciará en nuestros oídos la verdad, ese sentido de la vida que tanto nos empeñamos en buscar y que nunca aparece cuando se le necesita.
Supongo que es un miedo que solo perderé cuando ya todo esté estropeado y sea imposible volver atrás. Y como todas las mañanas pienso, espero, deseo, que no sea hoy.
Nunca se sabe y por eso admito, entiendo, creo, que el amor y la vida son cuestiones de voluntad. Voluntad, a veces desganada, pero voluntad. Y el resto solo son adjetivos posesivos que hemos leído en alguna parte, visto en alguna película o escuchado a unas mujeres que hablaban en el parque.
Porque la distancia no es el olvido, no lo creas. El olvido está en las trayectorias que se siguen, que siempre divergen.
Y no sé yo si estar en todas partes es estar vivo, y no sé yo si estar en todas partes es ser feliz. Quizás no importe ninguna de las dos cosas, como seguro que tampoco importa demasiado que yo siempre me imagine a Lucy en el cielo, con diamantes.
¿Será verdad que si no tienes a quién contárselas, las cosas se olvidan? Hay que contarlas y exponerse a que te ofenda que me parezcas fría, hay que contarlas y arriesgarse a la lástima de que te quedes justo después de que sea mejor que cada uno duerma en su cama, hay que contarlas y lanzarse a la ferocidad de las explicaciones infinitas...
O quizás sea mejor no contarlas para que se olviden.
Por si no da tiempo a soñar, ni a elegir diez tareas como ofrenda. Por si no hay agua suficiente en el vaso, por si me falla la saliva al intentar decirte todo aquello que nunca podría terminar de decirte, quiero que sepas, hoy, esta noche, que me encantó soñar contigo.
Me encantó soñar contigo.
Yo no creo en la magia, insisto. En lo que sí creo es en sus efectos, y creo a pie juntillas, como creo en el calor cuando te abrazo.
Y, sobre todos los efectos de la magia, prefiero creer en el de las palabras. Incluso en el de aquellas que a ti te parecen mentira.
Pero si yo pudiera otorgarte un deseo para los tiempos venideros, eso es precisamente lo que te pediría. Lo terrible es que lo único que sólo puede concederse sin petición previa y sin unidades de medida.
Pero te entiendo perfectamente. Sólo se puede vivir desconcertado. Cualquier sensación diferente del estupor, no es más que el final feliz o triste de alguna película.
Comer, beber, divertirse. Pero también, y sobre todo, desear lo que no tenemos, lo que hemos perdido, lo que nunca conseguiremos encontrar.
Mientras se espera, Audrie, todo es posible. Y todo es posible porque esperar consiste en hacer un pacto con los espíritus, con las sombras, con uno mismo y con los indicios...
Y, mientras llueve, ella conduce a toda velocidad, para llegar tarde al triste destino de despedirse, cuando derrapa en una recta del azar. Él se lleva sus ojos tristes hacia otro lugar en donde buscar los tiempos felices que ya da por perdidos.
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