Lo ya dicho (y IV)
O paso al salón y mientras le empujo a la puerta dejando resbalar la mano, me parece notar como si la dulzura de un vientre me acariciara los dedos. Y entonces me da calor y me da frío, y tengo que echar otro leño al fuego o salirme al patio a considerar el cielo estrellado como un techo infinito.
Porque estoy cansado de prepararme, roto de tanta víspera, áspero de tanto sueño, triste de tanto tácito, derrotado de tanto futuro y de tanto pasado, vencido de esperar el deterioro.
Por si ya está en camino el autobús que tiene que atropellarnos, que nos pille cruzando la vida hacia quienes queremos ir.
Pero este momento, cuando la miro y veo lo preciosa que es, cuando sus brazos me envuelven y la noche tiene el tacto de una piel desnuda y el tiempo pesa lo que una cabeza sobre mi hombro, puedo jurar que estoy vivo, que me siento infinito, que no soy la anécdota que se cuenta en una noche de parque bajo las estrellas.
Pero he dejado de creer en Serrat a pie juntillas y, aunque me sigue pareciendo fantástico que pudieras ser tal y como yo te he imaginado, estoy convencido de que lo verdaderamente deseo es que seas como quieras ser, que me quieras como quieras quererme y que me entiendas como quieras entenderme.
Y si no pudiera ser así, que la vida siga, lentamente, más allá, nadie sabe...
Cuando sea mayor, yo no quiero ser Harrison Ford, porque lo que quiero es no ser mayor, seguir siendo adolescente o tener dos edades diferentes, que se lleven las dos fatal y te produzcan un efecto Serrat. Para que así, y así que pasen los años, dondequiera que estés, te acuerdes de mí al leerme. Y te parezca que todo está escrito para ti, incluso sin conocerme.
Atrapados en esta imprecisión de los fines y de los medios, perdidos en la traducción de sentimientos en acciones, sucede que dices "vete" queriendo decir "no te vayas", que te sale por la boca "luego" cuando tu corazón está gritando "ahora".
Ella ha dicho que no, que no quiere nada conmigo. Es la hora de la siesta, cuando salgo de casa no sé si viviré para volver.
Supongo que el amor es un modo, el mejor modo, de estropearlo todo y, al mismo tiempo, de darse cuenta de que no ser perfecto no significa estar roto.
Lo que no empiezo a pensar, sino que hace ya mucho que entendí, es que la memoria volverá a protegerme decorándome las paredes con olvido Feng Sui, insertando en mis estantes algunas frases cohellistas y llenando mi facebook de "likes" a favor de los leones y en contra de los desahucios.
No puede ser que no sea nada, Mr. Williams, otra historia más de homosexuales, otro capítulo de la amargura, otro episodio de la casualidad, otro espectáculo del rencor y del deterioro. No puede ser que no sea nada.
Uno nunca sabe dónde está. Y siempre sobrecoge creerse dentro y averiguar que se está fuera, completamente fuera, tan lejos... que ni siquiera es necesario irse: basta con colgar el teléfono.
Quizás la cura sea engañarnos -no pongas esa cara, que es algo que está a la orden del día-. Engañarnos o, mejor dicho, seguirnos engañando, mutua y alternativamente, y aceptar que siempre nos falta algo. Hasta cuando nos amemos de memoria.
Poder fingir que es amor este acostumbramiento, jurar que es vida este caminar en círculos, encubrir dos soledades dentro de un nosotros. Y volver a hacer el ridículo sin saberlo.
Bueno, más que con un adiós, quiero decir con un olvido.
Lo que tienen los demás siempre es mejor que lo que nosotros hemos aprendido a despreciar.
Y confesar que, en ambos, literatura, amor y vida, aunque parezca que sé lo que tendría que hacer, raramente encuentro el cómo, suelo equivocarme con el cuándo y delante de cada papel vacío con el que me enfento, me muero de vértigo y se me caen al suelo las palabras que me rondan los labios.
Las venticuatro razones son mentira y, al saberlo, se hace aún más difícil decidir si sufrimos por dar el paso o por no darlo. Y sólo queda abandonarse al deseo que, aunque también es mentira, es un poco más verdad que lo demás.
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