Todos los días tienen un minuto de cielo escondido entre los pliegues de las rutinas. Todos los días tienen un minuto que, unas veces sólo dura un segundo y otras veces puede durar horas. Todos los días, también, tienen su minuto de infierno.
Parece, por lo que digo, que el resto del día no sirve para nada, que son minutos inútiles, que no dejan huella, que nacen sin nombre para luego morir anónimamente.
En la memoria sólo se nos quedan, grabados a fuego algunas veces, las visitas horizontales, las discusiones obtusas, los nervios escapados por la garganta. Se nos quedan, y no para siempre, sino sólo hasta que el olvido nos separe, la alarma conectada al dolor, el fuego encendido de las palabras venenosas, la lluvia ácida del deseo convertida en ducha fría.
Y parece que los otros, estos en los que tecleo, aquellos en los que sueño, se desvanecieran en el aire sin pena ni gloria ni necesidad de mención. Como si vivir fuese un relámpago que se enciende, dura un instante y luego vuelve a la oscuridad de la que vino.
Quizá es que ponemos el techo demasiado alto, quizás es que el infierno lo encendemos demasiado pronto, quizás es que pintamos el cielo demasiado azul.
El caso es que a mí se me van cayendo como a un pozo en el que se superponen aquellos minutos que fabricaron un sueño con los que lo estropearon después, se me deshacen los que me prepararon un encuentro por entre los restos de otros que me dejaron en medio de una decepción, se me derriten las palabras que quise decir con las siguientes que no dije, con las últimas que escuché, con las que espero oír dentro de un rato.
Por eso quiero hacerte saber, en nombre de mis mil cuatrocientos treinta y ocho anónimos, cuánto admiro ese don que tienes para ponerle nombre a todos los tuyos, recordarlos concienzudamente, ordenarlos por colores y tratarlos como prodigiosa lluvia que te roza la piel.
Cuánto admiro ese don que tienes para poner la vida en palabras salpicadas de risas o de lágrimas, ese don que tienes para ver dentro de lo que está encerrado en silencios, ese don que tienes para salpicar los mapas del tiempo con gotas de humor documental y de melodrama.
Quiero que sepas cuánto admiro ese don y, sobre todo, cuánto agradezco que cada día reserves sesenta, más o menos, para que, mientras yo intento acordarme de cuatro o cinco míos, tu puedas contarme absolutamente todos los tuyos al oído. A veces, incluso, contándome algunos dos veces.
Aunque en demasiadas ocasiones me los cuentes a una distancia tan larga... Tan larga como ésta desde la que te escribo.
Una palabra
De nada sirve abrir una palabra
y vaciar por ella lo más duro,
lo más incomprensible, si no tienes
fuerzas para cerrarla cuando llega
la hora sin minutos del silencio,
cuando todo es espejo de tu solo
suspiro helado, voz que nadie toma
entre sus labios para convertirla
de nuevo en tu palabra y en la suya.
(María Sanz)
Anónimo
Porque el destino mira siempre al frente,
porque los cuatro puntos desleales
de mi vida se pierden en un mapa
cada vez más pequeño, yo diría,
aprovechando que no me oye nadie,
unas palabras, una frase, algo
más que esos versos. Porque si el destino
es una línea recta, si hay un norte
orientado a las luces de poniente,
yo quisiera decir o ser el eco,
tan sólo el eco ya, de algún poema,
aprovechando que no lee nadie
en este libro abierto de mi vida.
(María Sanz)
Me alegra ver mis poemas en tu blog, gracias y un saludo.
ResponderEliminarLo tuyo y lo de María, sin desperdicio. Panzada de literatura, che.
ResponderEliminarUn abrazo.