Que la vida consiste en complicársela, es una idea que he repetido en mis conversaciones de bar durante mucho tiempo. Tanto, a tanta gente, que me sorprende darme cuenta de que nunca la he escrito. O, si lo he hecho, ha sido sin venir a cuento, y las cosas que no vienen a cuento empiezan extrañando, pero terminan en el olvido.
Escribir un libro, construir una casa, cambiar los muebles... Cuidar de un enfermo, de unos niños, de un perro, de un amor... Colaborar en una ONG, apuntarse a un partido o hacerse sindicalista, preparar una exposición o un discurso... Invitar a comer a tus amigos y cuadrar agendas y tirar de horno...
Y no, como su propio nombre indica, complicarse la vida no resulta sencillo. Se sufre, se trabaja, se duda. Uno se ilusiona para después decepcionarse, imagina globos para que luego la realidad los desinfle, y esto es lo más terrible, poco a poco, casi sin que uno pueda percatarse sino cuando ya van precipitados a tierra.
Y en este epígrafe incluyo también que sean tus cómplices quienes te la compliquen. Por que, al fin, tenerlos es la mayor de las complicaciones y hay que bendecir cualquier cosa que venga de ellos, aunque son muchas las veces que renegamos de sus efectos.
No es una cuestión de azar, como algunas voces apuntan sin gana, sino de voluntad porque, del mismo modo que el presente dura un segundo, del mismo modo que la caricia se extingue al despegar la mano del torso, el azar sólo dura un instante: a partir de que uno se enamora de quien le ha tocado en el bombo, a partir de que el otro parece receptivo, todo lo demás es remar contra corriente, como demuestra el historial de fracasos que todos podríamos exhibir después de dos copas.
Por eso, lo verdaderamente interesante sucede cuando uno quiere complicarse la vida con otro alguien que quiere, al mismo tiempo, complicársela contigo. Y digo interesante, y no digo maravilloso, porque tras la complicación sobrevienen los silencios, los desencantos, los desencuentros... Cuando los hilos esán sueltos ya no se disfruta hablando de nudos, cuando se puede elegir entre cava o ginebra, parece mentira que una vez se tuvo sed y se bebió en un charco o en el interior de un coche asesinado por los ojos de los transeuntes.
Y no digo maravilloso, pero digo interesante, necesario, vital, urgente. Levantar reglas y bajar barreras, revolver la mochila que cada uno traía en su espalda, llenarse del barro que el otro salpica y quedarse manchado para siempre de otras maneras de ver el mundo. Entender que no se entiende, recordar que todos los caminos conducen a Roma excepto el que hemos tomado, desvelarse por las noches con una lágrima de despedida en la mejilla y luego resucitar de entre los olvidados cuando te lanzan un guiño por entre la multitud.
Que la vida consiste en complicársela es un pensamiento alegre, es un deseo plácido, es una certeza que yo tengo. Aunque no le quita hierro al hecho de que no todo el mundo quiere complicársela contigo.
Y a esos, a pesar del sabor a óxido que se queda en los labios y porque la vida consiste en complicársela, no hay más que despedirlos con respeto, agradecerles su tiempo, desearles mucha suerte y alegrarse por ellos cuando, esa vida que no quiso complicarnos, nos los devuelva al doblar una esquina y nos digan sonriendo que todo les va sobre ruedas.
Porque la vida consiste en complicársela, a veces, con alguien; otras veces, sin ese alguien.
FRÍO COMO EL INFIERNO
Roma, 1995
Estamos en invierno y esto es Roma
y tú no estás.
Yo voy de un lado a otro
de tu nombre,
lo mismo
que un oso en una jaula;
marco un número;
pongo la radio, escucho una canción
de Patti Smith dar vueltas dentro de Patti Smith
igual que un gato en una lavadora.
Estamos en invierno y yo busco un cuchillo;
miro la calle;
pienso en Pasolini;
cojes una naranja con mi mano.
Y esto es Roma.
La nieve
convierte la ciudad en una parte del cielo,
ilumina la noche,
deja sobre las casas su ángel multiplicado.
Y tú no estás.
Yo cierro una ventana,
miro el televisor,
leo a Ungaretti,
pienso:
la distancia es azul,
yo soy lo único que hay entre tú y este frío.
Estamos en invierno y esta ciudad no es Roma
ni ninguna otra parte.
Miro atrás
y puedo verlo: acabas de apagar una lámpara;
has cerrado los ojos
y sueñas con un bosque;
de repente
alargas una mano,
buscas una manzana
que está en el otro lado de la mujer dormida...
Mientras,
yo odio este mundo frío como el infierno
y el cansancio que caza lentamente mis ojos;
odio al lobo que has puesto en la palabra noche
y la forma en que llenas la habitación vacía.
Odio lo que veré
desde hoy y para siempre: tus pisadas
en la nieve de Roma, donde nunca has estado.
(Benjamín Prado)
Entendido.
ResponderEliminar"Entender que no se entiende"... Gracias por comentar.
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