La verdad es que no sé cómo empezar este texto, aunque -y esto es raro en mí- ocurre que es de las poquísimas veces en las que sé exactamente lo que quiero decir.
Quizás lo mío no son los principios y tampoco sea necesario el entreacto de los párrafos para saber lo que digo. Seguramente es porque siempre prefiero dejar lo que más me gusta para postre. Una manía, una marca, una elección continua. Una de esas pocas verdaderas libertades que tenemos los seres humanos. Como la de encender la tele o dejarla apagada al llegar a casa, como desayunar antes de hacer la cama o viceversa, o cualquier otra combinación de intrascendencias que hacer con las llaves o con la vestimenta.
Estoy divagando, lo sé, quizás aún no se vislumbre siquiera eso que tengo necesidad de decir hoy. Sí, he usado la palabra correcta -otra manía impenitente la de atrancarme en los significados exactos, aun sabiendo perfectamente que no hay nada más inexacto que un significado-. Sí, necesito ser capaz de decir algo que, creo recordar, nunca digo y, sin embargo, tantas veces me quedo con ganas de decirlo que a veces me parece que es imposible que nadie lo sepa.
Un cierto pudor empapado en soberbia me lo impide. Esa otra manía inútil de no querer estorbar ni interrumpirle a nadie la vida, porque tiempo es lo único que tenemos y no quiero estafarle a nadie ni un sólo minuto. Y es que me puede esa vanidad absurda de rechazar cualquier regalo que huela a acto compasivo o a alguna de esas cosas que, bien entendidas, empiezan por uno mismo.
Así, por encima, debo haber escrito en los últimos años unos mil textos. Sí, sorprende la cifra, por lo menos a mí. Supongo que deben suponerse unas cuatrocientas mil palabras, más o menos. Da lo mismo porque, si añadimos lo hablado en ese mismo tiempo, empiezan a salirme decimales por todos lados.
He escrito sobre casi todo lo que se puede escribir, hasta sobre algunas cosas que ni siquiera merecía la pena pasarlas a limpio. Recuerdo haber escrito también sobre todo aquello que no se escribe y, sin embargo, nunca he sido capaz de decir que te quedes cinco minutos más conmigo.
O por lo menos, no recuerdo haberlo dicho ni escrito; aunque si bien mi memoria no es mala -vamos, que no me quejo en lo más mínimo de su rendimiento-, también es cierto que no levanta actas certificadas y que su exactitud es verdaderamente caprichosa e interesada algunas veces.
Le estoy dando vueltas -quizás precisamente ese sea el objetivo- porque, ahora, de repente, noto que me está subiendo la vergüenza al pensar lo que voy a dejar aquí escrito. Uno nunca acaba de conocerse y, cuando ya casi parece tenerse dominado, no sé, algo sucede, la vida vacila un momento, y te ves diciendo cosas que nunca te habrías imaginado que saldrían de tus dedos. Ni en voz alta, ni tan siquiera, como aquí, bajito y al oído.
Ni siquiera sé cómo terminar este desastre hecho renglones. Y eso que, seguramente, lo mío son los finales -o eso me dicen los amigos- que siempre se me quedan redondos, como círculos que se cierran y se quedan retumbando en el oído. No se me ocurre cómo acabar esta disfunción literaria en la que me he metido.
Sé que aquí acaba este texto y que mi silencio nunca tiene nada de atractivo. ¿De qué sirve un renglón en blanco, de qué sirve un párrafo vacío? Ni siquiera sé si al final he conseguido escribir lo que hoy necesitaba escribir. Y si lo he hecho, seguro que está escondido, como deseando, puerilmente, que te pase desapercibido. "Inútil" debería ser el título de este intento de complicidio.
Pero por si acaso lo he conseguido -y fuese mentira-, no hace falta que digas nada. Sólo déjame que añada... por favor.
ASALTO
Suave y firme tu mano.
No tembló tu corazón; era un instante
de calma y superficie
en tu voz como plata con arena
y en la húmeda pizarra de tus ojos.
Ha sido ahora, ausente,
cuando el tacto recuerda una caricia
y sangre adentro va tu aroma alzando
el oleaje y quema tu piel de oro.
Sufro extrañado en esta mano nueva
con su emoción de almendro,
que late y crea al recordar. La paso
por los objetos de costumbre: el hierro,
la madera, el cristal, la lana -tuyos-
y una descarga eléctrica de rosas
los hace carne viva.
(Dionisio Ridruejo)
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