He ido aprendiendo poco a poco a no entender a los demás. Requiere mucho esfuerzo. Aceptar que nadie es perfecto, aunque te pida la bolsa o la vida a punta de razones, no es sencillo de asimilar.
No me refiero a la desatención de oír a mis semejantes en lugar de escucharlos. También hago eso de vez en cuando, naturalmente, faltaría más: tampoco yo soy perfecto.
Ni tampoco quiero decir que me desentiendo. El único capital propio es el tiempo que tenemos y a qué o a quién se lo dedicamos. Y, desde luego, no me gusta despilfarrarlo.
Quizás no lo sepa explicar mejor que como he dicho al principio. He ido aprendiendo poco a poco a no entender a los demás. Supongo que gracias a este progresivo desconocimiento que la vida me regala con el paso, más que de los años, de las situaciones y de las personas que me transitan.
Cuando me dicen que un año o cinco años, inmediatamente consigo no entenderlo. Cuando alguien se aflige porque no consigue hacer lo que quiere hacer, me resulta muy sencillo no entenderlo. Cuando me refieren enfados concretos, venganzas terribles, promesas inquebrantables, preferencias infinitas, principios irrenunciables, advertencias genéricas o, simplemente, planes bien elaborados, noto enseguida que se activa el mecanismo de no entenderlo. Cuando me dicen que me quieren, soy capaz de no entenderlo perfectamente.
No es ningún ingenioso juego de palabras ni ninguna mordaz reprimenda infundada. Ocurre que hay quienes piensan que somos rubios o morenos, fieles o mujeriegos, casados o solteros, guapos o feos, de izquierdas o de derechas, aries o sagitario, Leoncios o Tristones, gavilanes o palomas, mentirosos o sinceros, estruendosos o tímidos, corazones o cabezas... y, entonces, lo entienden todo. Entras por la puerta y, con una sola mirada, ya saben que eres hipocondríaco, neurótico, pasivo, hipertenso, depresivo, homosexual, impetuoso, fumador, sádico pero romántico y que prefieres los perros a los gatos.
Pero poco a poco hay que ir no entendiendo. Porque, por encima de todo eso que puede que seamos, muy por encima, mucho antes, somos, los seres humanos, profundamente contradictorios. Y, por si no fuera ya implícito en la frase anterior, añado que, naturalmente, somos fundamentalmente incongruentes.
Si ves que no me entiendes, no te preocupes lo más mínimo, es buena seña, vas por buen camino. Porque no es que yo no sea perfecto, no es que tú no seas perfecta: sino que lo perfecto es que seamos.
No, mi besos -quizás algún día puedas comprobarlo- no son perfectos. Lo perfecto es que sean besos. Y que se puedan despojar de toda costumbre añadida.
ÉCHALE A ÉL LA CULPAA José María Álvarez y Carmen Marí
Hoy te has ido de fiesta con amigas,
y sin que tú lo sepas me regalas
un tiempo de estar solo que ya empieza
a ser raro en mi vida, un tiempo útil
para intentar pensar en ti como si fueras
lo que siempre debiste seguir siendo
cuando pensaba en ti: aquella persona,
en todo semejante a cualquier otra,
que una noche lejana tuvo el gesto
generoso y extraño de entregarme su amor.
Pero el amor nos cambia, nos convierte en espías
ridículos del otro, en implacables jueces
que condenan sin pruebas y comparten
sus estúpidas penas con el reo.
El amor nos confunde y trata ahora
de que vea en tu fiesta una traición.
Por huir de esa trampa me amenazo
con los nombres que cuadran al que cae en su vacío:
egoísta, ridículo, inseguro, celoso...
Y como un ejercicio de humildad pienso en ti
divirtiéndote sola: te imagino bailando
y mirando a otros hombres;
al calor del alcohol
confiesas a una amiga algunas cosas
que te irritan de mi sin que yo lo sospeche,
y por unos instantes saboreas
una vida distinta que esta noche te tienta
porque eres humana, aunque no me haga gracia.
Ahora caigo en la cuenta de que dudas
como yo dudo a veces, y que también te aburres,
y que incluso algún día habrás soñado
follar como una loca con el tipo que anuncia
la colonia de moda.
Para calmarme un poco
tras la última idea, yo me digo
que el amor es un juego donde cuentan
mucho más los faroles que las cartas,
y procuro ponerme razonable,
pensar que es más hermoso que me quieras
porque existen las fiestas, y las dudas,
y los cuerpos de anuncio de colonia.
Lo que quiero que sepas es que entiendo
mejor de lo que piensas ciertas cosas,
que soy tu semejante, que he pensado besarte
cuando llegues a casa; y que es el amor
-ese tipo grotesco y marrullero-
el que va a hacerte daño con palabras
absurdas de reproche cuando vuelvas,
porque ya estás tardando, mala puta.
(Vicente Gallego)
No hay comentarios:
Publicar un comentario