martes, 31 de diciembre de 2013

Las horas corrientes

Desde que empecé a ser niño, desde que no podía ser otra cosa que niño, mis años empiezan en septiembre y acaban en junio. Y julio y agosto son extraños pasadizos del tiempo, dos dunas contiguas del mismo desierto en el que me quedo perdido.

Sin embargo, no consigo evadirme de esta manía recopilatoria que trae diciembre con motivo del cambio de calendarios. Todo ayuda: la navidad que nos aprieta, el frío que nos amilana, los telediarios que recaudan catástrofes y reaniman partidos del siglo que nunca lo fueron.

Todo el mundo intenta refrescar sus efemérides varias, vistas con el color del cristal de ahora, y se esfuerzan en presentarlas como singulares, decisivas, extraordinarias. Que no digo que no lo sean, que precisamente por que lo son retintinean en nuestra memoria con un sonido más llamativo que cualquiera otras.

Pero yo quisiera recordar mi año a través de las horas corrientes, de los días normales. Esas jornadas en las que trabajé sin que pasara nada digno de mención, las tardes en que esperé visitas que no aparecieron, las noches en que nadie me llamó para dar una vuelta.

Los momentos en que salí a andar y vi el sol ponerse o alumbrar redondo el cielo. Las horas de música, las películas olvidables y sin palomitas, el ajetreo de las compras y la ceremonia de las gasolineras. Quiero recordar las palabras irrelevantes que dije y me dijeron, los gestos inútiles que se perdieron en la penumbra, las noches solitarias de sueños que no consigo recordar.

Porque las horas corrientes también son vida, porque las rutinas domestican el paso del tiempo y lo vuelven de nuestra medida, porque todo lo repetido pesa profundamente sobre los corazones, quiero recordar de este año que termina todas las horas comunes que son comunes a muchas otras vidas.

Los minutos en que me inventaba palabras que decirte al oído, las horas en que uno imagina encuentros fugaces, el ordinario momento de fregar una sola copa y hacer una cama que solo tiene deshecho el lado izquierdo. El tránsito de escaleras, el tiempo de los atascos, las colas en la caja del supermercado, las horas de navegación sin rumbo por las páginas de internet, las conversaciones conmigo mismo sobre asuntos que ahora, ya, ni siquiera importan.

El brillo con que la memoria embadurna los sucesos que guarda es incontrolable. Por eso, también yo tengo mis efemérides, que andan generalmente cerca del corazón. Pero es que quisiera que dejaran de serlo, que se convirtieran en horas normales y corrientes, en minutos básicos, en segundos frecuentes.

Pareciera que, en esta vida, aquello que no nos quema es que no está encendido, que lo que no brilla un instante no tiene luz. Puede que sea cierto y que vivir sea ir perdiendo destellos por entre la inmensidad de lo oscuro.

Pero yo espero todas esas horas corrientes del año que viene con mucha curiosidad, lleno de ilusión. Sí, llámame iluso si quieres, pero eso no impedirá que deje de creer lo que ya creo: que las horas ordinarias, contigo, dejan de serlo.

Porque extraordinario no es lo que nos pasa, sino quienes nos lo convierten.


POSDATA

Todo está en este cuarto, y me acompaña:
las jornadas tranquilas junto al mar,
la luz que vi y que he sido algún instante,
la roca que frecuento, el abandono
en que caigo después de las comidas
tras fatigar el centro de mi cuerpo
con un golpe de sal, el balneario
sin cristales, las villas del paseo
que un nuevo otoño ha despoblado,
la tormenta y los gritos de las aves,
un ajetreo sordo que me envuelve
cuando todo transcurre en la inminencia
de una ignorancia última que es
conocimiento último y sencillo:
esta dicha modesta de saberme
aquí, ahora, yo. No hay más. Acepto.

(Vicente Gallego)



EN LAS HORAS OSCURAS...

En las horas oscuras
que van creciendo en nuestras vidas
al igual que la noche se alarga en el invierno,
en esas horas, a menudo,
una imagen tenaz y hermosa me consuela.
Regreso hasta una playa de otro tiempo,
todavía cercano. Es un día precioso
de final de septiembre, brilla el mar
con su estructura lenta, sugestivo y exacto
como un cuchillo. Quedan
unos cuantos bañistas a esa hora
dudosa de la tarde, y no estoy solo,
un grupo de muchachas me acompaña,
el sol dora sus cuerpos de diecisiete años,
y es ya fresca la brisa, y en sus nucas
la humedad reaviva el aroma a colonia.
Y la tarde transcurre dulcemente,
mas sin gloria especial, y las muchachas ríen,
y me dan su alegría, aunque no amo a ninguna,
y hay un aire de adiós en cada cosa:
en el mes avanzado, en los bañistas,
en el estío lento, en aquellas muchachas
que desconozco hoy, y en la luz de la playa.

Apuré aquel momento agradecido,
al igual que se goza un hermoso regalo,
en su dicha sereno, destinado a perderse
tras la felicidad frecuente de esos años.
Y ahora comprendo que en aquella tarde
algo más que belleza se ocultaba,
porque su luz me salva, muchas veces,
en las horas oscuras, y se empeña,
con una obstinación absurda que me asombra,
en volver a mis ojos y a mis días.
En las horas oscuras
una imagen tenaz y hermosa me consuela,
y me lleva al verano y a una tarde.
y yo aún me pregunto por qué vuelve,
y qué es lo que perdí en aquella playa.

(Vicente Gallego)

sábado, 28 de diciembre de 2013

El sentimiento nuevo

Cuando escucho toser a hierro, cuando no tengo noticias o no son buenas, cuando veo ojos mirando al suelo, reconozco tener un sentimiento nuevo.

Una bola de plomo se me adhiere al estómago y me cuesta respirar. Entonces no puedo dar sino pasos cortos, apenas levantando los pies del suelo, en trayectos que nunca son rectos, sino que se oblicuan sobre algún mueble en el que pueda sentarme llegado el caso.

Noto una especie de nudo en la garganta, que no es de llanto ni de grito, sino de silencio. Me tiemblan las manos y procuro tenerlas escondidas en los bolsillos todo lo que puedo.

Sucede que las alegrías cotidianas son más tenues, que no consigo sostener el fino hilo de las conversaciones en las que me veo envuelto de repente, que mi mente deja de estar en blanco para volverse gris y lenta.

No consigo concentrarme en nada útil, leer me parece una utopía y escribir una odisea por entre palabras que me llegan sin orden ni concierto ni objetivo ni belleza.

A veces, el nuevo sentimiento, se parece a un enfado. Como un enfado sin nombre contra cosas innombrables, como una angustia de perdedor mal acostumbrado, como si variara el centro de gravedad de una rabia interior y se desplazara mucho más adentro.

Cuando escucho los adjetivos de la derrota como principal argumento, cuando detecto, en otra voz que sale rota, los armónicos de la decepción. Cuando entreveo el aura inconfundible de la tristeza en cada conversación, padezco enseguida los primeros síntomas de un sentimiento nuevo.

A veces se parece a una transfusión de estupor ajeno y rh negativo, como si se produjera un siniestro de tristezas con daño a terceros, como una arruga del alma que no hay modo de alisar de nuevo. Como una ansiedad impropia, como un pellizco profundo por debajo del diafragma, como un asma que convierte los pensamientos en materia tóxica.

Digo que es nuevo, no porque yo lo haya inventado, ni porque sea el único que lo padece. Sino porque no consigo nombrarlo adecuadamente ni expulsarlo de ninguna manera. Y me enturbia las noches y me ralentiza los días y me convierte las tardes en interminables.

Sólo se me ocurre correr, saltar a la calle de nadie, perderme entre la gente, mirar escaparates que no me interesan o poner alguna música que conozco y cantarla a voz en grito.

También puede ser que no sea tan nuevo este sentimiento, sino que sea antiguo y regrese con renovado efecto. Quizás, simplemente, el miedo a perder el infinito ahora, justo ahora que está tan cerca, en la palma de la mano. Tal vez sea un contagio de temores rubios con agravante navideño. Es posible que se trate de una fisura mal curada en la esperanza o un pinchazo en las ruedas de un sueño.

No consigo sacudírmelo y que caiga al suelo, para dejar de mirar con gula las pastillas prohibidas y con ira la incertidumbre que cada día dibuja en el cielo.

Pero no podrá conmigo. Tarde o temprano, encontraré el modo de respirar hondo y reír al mismo tiempo. Y este nuevo sentimiento, pasará con honores a su lugar preferente en el olvido, como han pasado tantos otros, como tienen que pasar muchos de los venideros.



El miedo, no. Tal vez, alta calina,
la posibilidad del miedo, el muro
que puede derrumbarse, porque es cierto
que detrás está el mar.
El miedo, no. El miedo tiene rostro,
es exterior, concreto,
como un fusil, como una cerradura,
como un niño sufriendo,
como lo negro que se esconde en todas
las bocas de los hombres.
El miedo, no, Tal vez sólo el estigma
de los hijos del miedo.

Es una angosta calle interminable
con todas las ventanas apagadas.
Es una hilera de viscosas manos
amables, sí, no amigas.
Es una pesadilla
de espeluznantes y corteses ritos.
El miedo, no. El miedo es un portazo.
Estoy hablando aquí de un laberinto
de puertas entornadas, con supuestas
razones para ser, para no ser,
para clasificar la desventura,
o la ventura, el pan, o la mirada
-ternura y miedo y frío- por los hijos
que crecen. Y el silencio.
Y las ciudades rutilantes, huecas.
Y la mediocridad, como una lava
caliente, derramada
sobre el trigo, y la voz, y las ideas.

No es el miedo. Aún no ha llegado el miedo.
Pero vendrá. Es la conciencia doble
de que la paz también es movimiento.
Y lo digo en voz alta y receloso.
Y no es el miedo, no. Es la certeza
de que me estoy jugando, en una carta,
lo único que pude,
tallo a tallo, hacinar para los hombres.

(Rafael Guillén)

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Un lugar para refugiarse

La noche es mal lugar para refugiarse, ni siquiera La Buena. Anda ahora enfadada con los árboles y vibra de oscuridad su monotonía de persianas. En la noche no hay caminos, es cierto, y puede parecer por eso que nadie va a encontrarte. Pero es que estar perdido no es lo mismo que salvarse.

La casa, la cama, el sofá, sirven como trincheras para domésticas batallas, son salvoconductos que tienen utilidad contra factura. Pero no son posadas las cárceles que uno levanta a su alrededor, por muy bien acabados que estén los barrotes, por bien acondicionada que tengamos la jaula nunca será un hogar si nos aprieta en el canto.

En la redondez de los relojes no hay sitio para esconderse, descartémoslo de inmediato. El tiempo arrasa todo lo que toca y no es buen refugio una barca que flota a la deriva, arrastrada por el río hasta la cascada final.

Y del amor prefiero no hablar demasiado alto. Porque es mal sitio para desguarnecerse y quedarse quieto, y mucho menos asombrado o loco. El amor no nos salvaguarda del desastre, más bien al contrario, lo llama a voces. Eso sí, voces rellenas de miel y de palabras que embriagan.

Tampoco la memoria es buen lugar para el refugio, y ni siquiera nos sirve el olvido. Porque es caprichosa, tanto como el azar, y luego, más tarde, cuando al fin queramos salir a campo abierto, puede empeñarse en retenernos en su laberinto de recuerdos y dolor.

Quizás podamos encontrar amparo en las cosas pequeñas, en el contenido de los cajones del dormitorio y en el tácito abrazo de las camisas. Quizás podamos encontrar albergue por entre los fogones de la cocina o entre las llaves que nos echamos en el bolsillo.

Quizás el refugio esté en las escaleras, en esas escaleras que siempre nos llevan al mismo sitio, en este suave silencio de teclas en casa vacía, en el tacto tenue del bolígrafo que escribe la lista de la compra, en la luz que se enciende cuando abres el frigorífico.

Puede que la rutina sea un buen lugar para refugiarse. Tal vez el único cobijo esté en esos actos repetidos que ya no sabemos bien cuando los aprendimos ni por qué. Es posible que podamos escudarnos en lo cotidiano intentando elevarlo hasta divino, agarrando la vida por su levedad.

Refugiarse, sí, y tomar fuerzas, pero luego hay sacar los cuerpos al aire, meternos de cabeza en lo venidero, afrontar el futuro que tenemos delante y resistir de pie hasta el próximo dolor, hasta encontrar el siguiente refugio, que estará detrás de alguna risa o, más probablemente, de algún llanto.



Sólo nos aislamos en las cosas pequeñas,
en la mínima y frágil libertad
de las cosas pequeñas
y nos cuesta en verdad dejarlas,
porque al abrigo de los inútiles objetos
inevitablemente cotidianos
existe todo un mundo no sabido de ternura.

Sólo nos aislamos,
sólo crecemos en las cosas pequeñas:
aquel pañuelo que llevamos siempre
doblado con tanto cuidado en el bolsillo,
la canción que recordamos de pronto,
un libro ya olvidado,
el gesto repetido tantas veces,
o la cosa más íntima
que nadie podría amar
como nosotros la amamos.
Se trata, bien mirado, de una constante
evasión hacia nosotros mismos,
hacia la más pura e íntima parte
de nosotros mismos,
convertida al fin y al cabo
-y nos sorprende siempre constatarlo-
en lo que más nos acerca al yo profundo
que vive adentro nuestro,
y sobre todo en lo que más intensamente
nos alienta a vivir.

(Miquel Marti i Pol)

domingo, 22 de diciembre de 2013

No sobran las palabras

Me he acordado de que siempre dices que la gente no cambia, que el carácter permanece a través de los años, cuando ella, un poco confusa, miraba fotos antiguas.

Somos quienes dicen que somos. Sin saber bien por qué, damos un extra de crédito a lo que los demás nos cuentan de alguien, y superponemos ese crédito del contador sobre el del afectado. Incluso, por encima del nuestro. Así, dependemos de quienes tenemos al lado.

Puedes ser gordo o sensible, según sea el color del cristal con que te miran los que te rodean. Obsesiva o alegre, inteligente o feo, buen anfitrión o maniático, todo depende siempre de cómo te ven los demás. La fama nos precede, llega mucho antes que el corazón. Pertenecemos al imaginario colectivo con más fuerza que a los sueños de alguien en particular.

La película que alguien querido te recomienda te parece buena, ya vas predispuesto. Hay un algo de anticipación, otro algo de afecto, sobre la historia que sucede en la pantalla. Quizás te reconoces en el lado contrario y eso ya es suficiente mérito para el arte.

Ella ya lo sabía. Ya conocía todas las manías que después mataron el afecto. Luego aparecen por sorpresa y parece que nunca estuvieron ahí. Pero sí, saltaban a la vista y nos las sabíamos de memoria.

Pero no sabemos calcular el desgaste, no conseguimos entender lo que nos ocurre cuando se domestica el estupor. No ajustamos bien las cuentas que se establecen entre las felicidades pasajeras y el martillo pilón de la rutina.

En el fondo, es que sólo creemos merecer lo bueno. Lo malo siempre es culpa de otros. Y que todo cansa. Y cansa del todo.

Eso que hace que nos amemos, se irá diluyendo entre los capítulos de la novela en la que estamos de prestado. Y aquello por lo que nos odiaremos, ya lo hemos conocido. No hay sorpresas que esperar, excepto la de cuando pesará más el otro lado de la balanza.

Si miramos el final, no vale la pena empezar nada. Aunque, si no se tiene nada empezado, la vida nos pasa por encima.

Queda la palabra. Nunca sobran, pero no bastan.



EL PORQUÉ DE LAS PALABRAS

No tuve amor a las palabras;
si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca,
fue por necesidad de no perder la vida,
y envejecer con algo de memoria
y alguna claridad.

Así uní las palabras para quemar la noche,
hacer un falso día hermoso,
y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo.
Y sólo atesoré miseria,
suspendido el placer para experimentar una desdicha nueva,
besé en todos los labios posada la ceniza,
y fui capaz de amar la cobardía porque era fiel y era digna
del hombre.

Hay en mi tosca taza un divino licor
que apuro y que renuevo;
desasosiega, y es
remordimiento;
tengo por concubina a la virtud.
No tuve amor a las palabras,
¿cómo tener amor a vagos signos
cuyo desvelamiento era tan sólo
despertar la piedad del hombre para consigo mismo?

En el aprendizaje del oficio se logran resultados:
llegué a saber que era idéntico el peso del acto que resulta de
lenta reflexión y el gratuito,
y es fácil desprenderse de la vida, o no estimarla,
pues es en la desdicha tan valiosa como en la misma dicha.

Debí amar las palabras;
por ellas comparé, con cualquier dimensión del mundo externo:
el mar, el firmamento,
un goce o un dolor que al instante morían;
y en ellas alcancé la raíz tenebrosa de la vida.
Cree el hombre que nada es superior al hombre mismo:
ni la mayor miseria, ni la mayor grandeza de los mundos,
pues todo lo contiene su deseo.

Las palabras separan de las cosas
la luz que cae en ellas y la cáscara extinta,
y recogen los velos de la sombra
en la noche y los huecos;
mas no supieron separar la lágrima y la risa,
pues eran una sola verdad,
y valieron igual sonrisa, indiferencia.
Todo son gestos, muertes, son residuos.

Mirad al sigiloso ladrón de las palabras,
repta en la noche fosca,
abre su boca seca, y está mudo.

(Francisco Brines)


sábado, 21 de diciembre de 2013

Mientras esperamos que ocurra

El segundo anterior siempre es el decisivo.
La víspera nos atrapa
con su inquietud y su temblor.
Porque mientras esperamos que ocurra,
cualquier milagro es posible.

De eso está hecha la vida,
de una imprevista materia oscura
que resplandece justo antes de apagarse,
de la larga espera continua
de todo lo que nunca conseguiremos retener
más que un instante.

Porque la realidad
solo encandila antes de serlo
y después pasa liviana
por entre los dedos
sin dejar más que ceniza.
Porque no sabemos
lo que nos espera a la vuelta de la esquina,
paseamos la esperanza por las aceras,
contra el viento más frío, o la reservamos, amodorrada,
entre los cojines de ese sofá
que sin ti está vacío.

Una llamada solo es un pasatiempo
si no descuelga el auricular la incertidumbre,
la decepción está hecha con la cera
que se va derritiendo mientras la llama que encendimos
brilla estrepitosamente,
el éxtasis sólo es posible
hasta que aprendemos a calcular el estupor.

Si supiéramos, y digo saber profundamente,
como sabe de aire un pájaro suicida,
si supiéramos que detrás de la puerta que se ansía
no hay sino otra igual y también cerrada,
preferiríamos huir inmaculados
hacia donde ya nada pueda esperarse.

Encender la vela
es condenarnos a la oscuridad venidera,
soñar en voz alta
es emprender el camino de la decepción.
Amar es la primera zancada
hacia no consumar el acto,
anunciar una sorpresa es matarla
-y hay tanto asesino suelto,
sobre todo en estas fechas.

Asumamos entonces la lágrima
que sólo puede enjugar la siguiente.
Y sigamos adelante sin mirar atrás,
muy muy despacio,
para que tarde en deshacerse el lazo
y en rasgarse el papel brillante.

Porque toda ilusión conduce al desengaño,
elijamos ir resfriados, distraídos, espesos,
por caminos largos, muy largos,
interminables.




GENERACIÓN ESPONTÁNEA

Este día nublado invita al odio,
predispone a estar triste sin motivo,
a insistir por capricho en el dolor.
Y sin embargo el viento, y esta lluvia,
suenan hoy en mi alma de una forma
que a mí mismo me asombra, y hallo paz
en las cosas que ayer me perturbaban,
y hasta el negro del cielo me parece
un hermoso color.

Cuando no soportamos la tristeza,
a menudo nos salva una alegría
que nace de sí misma sin motivo,
y esa dicha es tan rara, y es tan pura,
como la flor que crece sobre el agua:
sin raíz ni cuidados que atenúen
nuestro limpio estupor.

(Vicente Gallego)

jueves, 19 de diciembre de 2013

Lo cotidiano

Los días buenos y los días malos se suceden sin aviso. Mira que había empezado bien la mañana, con una tregua mocosa y una llamada inesperada.

Pero luego todo se complica. Salí con fiebre del trabajo, se me quemó la comida, no conseguía dormir un poco. Necesitaba apoyo medicinal y salí hacia el médico. Temprano, para estar de los primeros.

Agua, después de la pertinaz sequía, todo era agua. Hora y media de espera en la consulta me han hecho parecer al médico mucho peor de lo que estoy. Según me ha dicho, la paciente anterior, se ha hinchado de llorar. Así que bueno, lo mío no es para tanto.

En la espera, dos contertulias han puesto banda sonora a un odio. No sé de quién hablaban, pero no lo querían, desde luego. Más tarde, ha tomado el relevo la maestra jubilada, con ese "asento" suyo sevillano y su parloteo didáctico sobre viejas batallitas escolares que, en teoría, es de agradecer allende la A-92. A mí me cansa profundamente y me revuelve la cabeza, más aún de lo que ya la llevaba.

De la farmacia al coche he perdido las gafas, con este empanamiento que da el resfriado, no es de extrañar. No me duelen los trescientos euros que costaron, que también, sino que me quitaban quince años de encima y los he vuelto a recuperar de golpe. Se me ha roto el paraguas en mitad de la tromba, mientras deshacía el camino mirando al suelo ilusamente, como si las gafas estuvieran esperándome en la acera.

Cuando vuelvo, justo al salir para abrir la cochera, nueva tromba de agua. Me he puesto como una sopa, bueno, como una vichychoise, porque el agua del cielo tiene la dichosa costumbre de caer fría. Menos mal que la calefacción estaba encendida.

Ropa seca y a encender la chimenea que, para no desentonar, ha necesitado tres pastillas y unos cuantos juramentos en hebreo, idioma que todo el mundo sabe hablar cuando es imperiosamente necesario. Por fin todo en orden.

No desespero porque, al fin y al cabo, todo son bagatelas, sinsustancias. Nada de esto trascenderá cuando, pasado mañana, deje de llover y se abran tres semanas de vacaciones. Pero confieso que he estado tentado de acostarme y dar por finalizado el episodio de las tragicómicas desdichas.

Pero voy a quedarme despierto, porque sé que del mismo modo que los días se estropean sin que nadie urda para ellos ningún plan maléfico, pueden arreglarse en un instante.

Un mensaje, una palabra, una risa, y todo habrá pasado sin pena ni gloria hacia el olvido, hacia ese necesario olvido en que caen las cosas que nos estorban.

Se me quedan, eso sí, en el tintero, las palabras bellas, los pensamientos hermosos. El desastre llama a la mediocridad, el infortunio desencadena los enroques. Y aquí me encuentro yo, en el centro de mis palabras y mis estornudos, perdido y atorado entre los versos que no consiguen salir afuera.

Me consolaré pensando en la otra parte de lo cotidiano, donde aun se esconden brillantes que encontrar si me enzarzo a buscarlos, con la nariz atorada, los ojos enrojecidos, es verdad, pero con esa sonrisa tuya de vida clavada en mitad del mapa del tesoro.



FALSA ELEGÍA

Compartimos sólo un desastre lento
Me veo morir en ti, en otro, en todo
Y todavía bostezo o me distraigo
Como ante el espectáculo aburrido.

Se destejen los días,
Las noches se consumen antes de darnos cuenta;

Así nos acabamos.

Nada es. Nada está.
Entre el alzarse y el caer del párpado.

Pero si alguno va a nacer (su anuncio,
La posibilidad de su inminencia
Y su peso de sílaba en el aire),
Trastorna lo existente,
Puede más que lo real
Y desaloja el cuerpo de los vivos.

(Rosario Castellanos)


LO COTIDIANO

Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día;
este cabello triste que se cae
cuando te estás peinando ante el espejo.
Esos túneles largos
que se atraviesan con jadeo y asfixia;
las paredes sin ojos,
el hueco que resuena
de alguna voz oculta y sin sentido.

Para el amor no hay tregua, amor. La noche
se vuelve, de pronto, respirable.
Y cuando un astro rompe sus cadenas
y lo ves zigzaguear, loco, y perderse,
no por ello la ley suelta sus garfios.
El encuentro es a oscuras. En el beso se mezcla
el sabor de las lágrimas.
Y en el abrazo ciñes
el recuerdo de aquella orfandad, de aquella muerte.

(Rosario Castellanos)

lunes, 16 de diciembre de 2013

Remoto y mío

Y tu cuerpo está ahí, remoto y mío
JORGE GUILLÉN

Por razón de sombra lo siento vivo,
porque siempre estamos al principio,
por ardor de piel y de espada.

Entonces entiendo que se clava,
que quema y que luego escarba,
que se incrusta haciendo su hueco
con el ímpetu de un cuchillo.

Cuando se me derrama la noche
en lo oscuro, es lo único que distingo:
cálido y lejano, impalpable y bronce,
tácito, insomne, vívido.

Tu cuerpo, aunque no quieras creerme,
ya no es tan tuyo como entonces,
no lo tienes tan a mano como de día.
Cuando la noche te cierra los ojos te conviertes
en un corazón remoto y mío.




LA CARICIA ADORMECE...

La caricia adormece,
y a una región conduce
más cercana a la tierra,
a su silencio y sueño,
bien tendidos, dichosos.

Y tu cuerpo está ahí, remoto y mío,
inmóvil, invisible, descuidado,
y mientras me abandono a su nostalgia,
la oscuridad absorbe en su sosiego
de gran remanso nuestro amor flotante.

(Jorge Guillén)



EL HONDO SUEÑO

Este soñar a solas... ¡Si tu vida
de pronto amaneciese ante mi espera!
¿Por dónde voy cayendo? Primavera,
mientras, en tomo mío dilapida

su olor y se me escapa en la caída.
¡Tan solitariamente se acelera
-y está la noche ahí, variando fuera-
la gravedad de un ansia desvalida!

Pero tanto sofoco en el vacío
cesará. Gozaré de apariciones
que atajarán el vergonzante empeño

de henchir tu ausencia con mi desvarío.
¡Realidad, realidad, no me abandones
para soñar mejor el hondo sueño!

(Jorge Guillén)

domingo, 15 de diciembre de 2013

Perdóname los bailes

Supongo que no te quiero tanto, porque, ¿como puede medirse el amor acaso si, por cada cosa que he hecho, han quedado tantas por hacer?

Pérdoname los besos que no te he dado, condóname las deudas que he contraído con tu memoria por las fechas que trastoco. Exímeme del refugio del desamparo en todo el tiempo en que no te conocí.

Discúlpame las palabras que no te he dicho, las lágrimas que no te he ahorrado, el deseo que no te he ofrecido. Absuélveme de los delitos que aún no he cometido, exonérame de la cordura que me atenaza el día a día, indúltame los pasos que no he dado hacia ti.

Perdóname los abrazos que te han faltado, las veces que no estuve allí, el calor que no pude darte cuando temblabas. Porque son tantos los actos que no he cometido pensando en ti, tantos los días de tibieza, tantas las horas atravesadas, que debe ser que no te quiero tanto.

Discúlpame cada adiós pronunciado, cada silencio prorrumpido, cada coma mal puesta. Disculpa mi modo de desentonar al oído, mi patético hipocondrismo, mi pésimo runrún desmedido sobre cosas que luego no valieron la pena. No me creas si te digo, atolondrado y borracho, que te quiero o que estoy enamorado, porque es rigurosamente cierto todo lo que no ha pasado. Quizás sea más cierto aún que lo que sí.

Perdóname los regalos que no te hice, las miradas que no entendí, las caricias que se me olvidaron sobre el piano. Perdóname todo lo que no supe, todo lo que no sé, todo lo que nunca conseguiré ir sabiendo. Discúlpame este no ser perfecto que tan mal efecto surte contra el afecto que siento por ti.

Perdóname los retrasos en entregarme, las caricias que no dieron en el blanco, los amaneceres que no he estado a tu lado. Disculpa esta estadística exacta que dice que no es tanto lo que te quiero.

Perdóname las veces que comunicaba mi teléfono, las que no he soñado contigo, el fuego que no te encendí. Y perdóname, en fin, todos los bailes.


ADORACIÓN NOCTURNA

Para Luis Muñoz

Que te devuelvan el tiempo de los lunes
y los hagan festivos en tu agenda
para que la semana no te pese tanto
y puedas sentir los dientes de las calles
mordisquear con ternura
el último tramo del domingo.

Que te devuelvan las horas de los lunes
y las puedas guardar entre las sábanas
para que la ciudad se duerma en tu regazo
y se llenen de ti los que te miran.

Que te traigan el ritmo de los sueños
y los puedas bailar,
que la luz de tu abrazo
se guarde algún secreto.

Que los lunes se aprendan
de memoria tu cuerpo.
Que no le falte nada a tu universo
porque el dios de la noche
el lunes descansó
para esperarte.

(Ana Merino, Compañera de celda, 2006)

viernes, 6 de diciembre de 2013

Una tarde agradable

Te lo dije. O eso creo recordar. ¿Sabes? La memoria tiene fallos imperdonables. Uno olvida cosas que no quisiera haber olvidado y, sin embargo, recuerda obsesivamente todo aquello que es necesario olvidar para seguir adelante. ¿Qué haría yo si no tuviera tu certidumbre?

Y yo te dije que se podía parar el mundo, una hora, un minuto, un segundo, pero detenerlo, hacer que dejen de sonar los engranajes que lo mueven, conseguir no pensar en nada salvo en el momento que se vive.

Todo era imposible, ¿recuerdas? Todo lo que ya parece cotidiano, lo que ahora se supone que no consigue levantar polvo ni dejar huella en los calendarios, entonces fue imposible. Quiero creer, después de tanto nuevo y tan torpemente aprendido, que imposible sólo es una edad para los sucesos, como una infancia lejana y perdida, que a veces se añora con un regusto dulce en los labios.

Me contabas tu sueño, aquel en el que te despertabas y no había nadie y todo estaba en calma y no podías creerlo. Como me cuentas tus días felices mientras nos prometemos no sacudir el polvo de las alas de la mariposa, no arruinar con calor desmedido los copos de nieve, no alimentar la podredumbre con todo lo que durante tanto tiempo decoró nuestros sueños.

Benditos sean para siempre los restos de los naufragios, las sábanas revueltas, los platos sucios. Bendita sea la ceniza porque por ella sabemos del fuego. Bendito sea este aroma tenue y escurridizo con el que la felicidad se despide, esta palabra, agradable, que usamos para levantarnos a duras penas de entre la maravilla.

Te lo dije. Por muchos sueños que haya que ir abandonando, siempre quedan otros nuevos, sin estrenar, tan imposibles, ahí, al lado, como pompas de jabón que se estremecen con el viento, deseando romperse en la punta de nuestros dedos.




La vida plena

A algunos les han quitado las ganas de hablar,
pasan mudos por el amor, aman perros vagabundos
y tienen una piel tan sensible
que nuestros pequeños saludos cotidianos
pueden producirles heridas casi de muerte.
Nosotros, seres amables e inofensivos,
miramos los gatos enfermos, las mujeres con collares
que pasan por la calle
y sentimos un desamor agradable,
casi suficiente.

(Juana Bignozzi, Mujer de cierto orden, 1967)



Supiste quién era...

Supiste quién era
antes de que yo empezara a sospecharlo
ahora caminando por lejanas y míticas ciudades
soy tu triunfo
vos hiciste esa figura que recorre lugares que nunca conocerás
pero son sólo tuyos para siempre
vos los soñaste yo los conozco
para mí las fachadas
para vos el deseo
lo único posible de ser llamado eternidad

(Juana Bignozzi, Regreso a la patria, 1989)


H. M.

Que haría yo sin tus flores
que haría yo sin esta permanencia
de tu gesto y tu lugar
Que haría yo si debiera pensar
en pérdida olvido y sobre todo final
Que haría yo si no tuviera
la certidumbre de tu memoria

(Juana Bignozzi, Regreso a la patria, 1989)

sábado, 30 de noviembre de 2013

Cuando digo que no estoy para películas duras

Cuando uno está habituado a que las cosas pasen por encima sin pena ni gloria, como sintiéndolas lejanas, como si no fueran con uno ni pudieran serlo, como si no hubiera arcenes ni baches en la carretera sino sólo asfalto, cuesta salirse de la vía. Uno no está acostumbrado a los caminos de tierra, y mucho menos a los de barro o a los de hielo.

Pero en el proceso he aprendido muchas cosas, especialmente de mí mismo. Un proceso que no sé si está terminado. Aunque es ahora cuando soy consciente de que haya sucedido. Mientras estaba ocurriendo, no lo supe.

Me he dado cuenta de que salir a la intemperie no me ha hecho ni más listo, ni más fuerte, ni mejor de lo que era. Si lo parece es, simplemente, porque nos acostumbramos a todo. Incluso nos acostumbramos al miedo y parecemos más fuertes y más valientes.

Me he dado cuenta de que soy yo el que tengo que cuidar de mí, aunque a temporadas haya quien me eche una mano, cosa que agradezco profundamente. Yo tengo que ser mi propio negro bailarín y descarado. Y como debo ser yo quien me cuida, no puedo consentir darme pena, porque si me doy pena, no me sirvo para nada. La autocompasión no me lleva a ninguna parte.

También he aprendido que no pasa nada por hacer el ridículo. Que lo que los demás opinen es un asunto efímero, que el polvo que se levanta cuando tropiezo, acaba por volver a posarse en el suelo y quedarse quieto.

Cuando digo que no estoy para películas duras, una dureza que, en realidad, sólo consiste en ver como nos llega el deterioro precisamente cuando más indefensos estamos, y aún me preocupa llegar solo a ciertos lugares, no es que me pase nada.

No me pasa nada. No estoy triste, no sufro. No es que no tenga dudas, que las tengo, sino que estoy en paz con ellas. No estoy decepcionado, no me siento solo, no temo desgracias venideras. No hay nada de lo que me pueda quejar, ni hay nada de lo que quiera quejarme. Estoy donde estoy y como estoy por "méritos" propios, y lo acepto, aunque no me conformo.

Que no esté para pelis duras es solamente una medida de autoprotección. Nada más. Pero quiero ver películas contigo, de medio lado si es necesario, dentro de una lata de sardinas, en lo alto de la torre o en un sótano almohadillado. Para eso las guardo, para poderte preguntar cuál te apetece ver esta noche.

Me encantaría que me mimaras mucho, que es un mucho doble: mucho mimo y mucho me gustaría. Quisiera que lo hicieras. Casi te diría que me muero por que lo hagas.

Pero lo que no quisiera (y no sé si es por eso que tú llamas dignidad o por esto que yo llamo soberbia) es que me dediques tiempo por contrato, ni que me des ternura como salario, ni besos por gratitud, ni sexo por compasión.

Mímame, por favor. Pero sin urgencia, sin obligación. Sólo por el gusto. Que ese gusto que es mío, sólo puede ser gusto si también es tuyo.

Y si ocurre algunas tardes que me engullen los espejos y me desaparezco, apágame la luz y tápame la noche con las sábanas, que no tardaré en volver de las supersticiones.

Descuida, que nunca se me olvida quererte, nunca.



Carta a Mariana

¿Qué película te gustaría ver?
¿Qué canción te gustaría oír?
Esta noche no tengo a nadie
a quien hacerle estas preguntas.

Me escribes desde una ciudad que odias
a las nueve y media de la noche.
Cierto, yo estaba bebiendo,
mientras tú oías Bach y pensabas volar.

No creí que iba a recordarte
ni creí que te acordarías de mí.
¿ Por qué me escribiste esa carta?
Ya no podré ir solo al cine.

Es cierto que haremos el amor
y lo haremos como me gusta a mí:
todo un día de persianas cerradas
hasta que tu cuerpo reemplace al sol.

Acuérdate que mi signo es Cáncer,
pequeña Acuario, sauce llorón.
Leeremos libros de astrología
para inventar nuevas supersticiones.

Me escribes que tendremos una casa
aunque yo he perdido tantas casas.
Aunque tú piensas tanto en volar
y yo con los amigos tomo demasiado.

Pero tú no vuelves de la ciudad que odias
y estás con quién sabe qué malas compañías,
mientras aquí hay tan pocas personas
a quien hacerles estas simples preguntas:

«¿Qué canción te gustaría oír,
qué película te gustaría ver?
¿ y con quién te gustaría que soñáramos
después de las nueva y media de la noche?».

(Jorge Teiller, Para un pueblo fantasma, 1978)


Cuando en la tarde aparezco en los espejos...

Cuando en la tarde aparezco en los espejos
Cuando yo y la tarde queríamos unirnos
Tristemente nos despedimos
Tristemente nos hablamos en el espejo que disuelve las imágenes
Quién soy entonces
Quizás por un momento
De verdad soy yo que me encuentro

Quién soy yo sino nadie
Alguien que quisiera pasarse los días y los días
Como un solo domingo
Mirando los últimos reflejos del sol en los vidrios
Mirando a un anciano que da de comer a las palomas
Y a los evangélicos que predican el fin del mundo

Cuando en la tarde no soy nadie
Entonces las cosas me reconocen
Soy de nuevo pequeño
Soy quien debiera ser
Y la niebla borra la cara de los relojes en los campanarios.

(Jorge Teiller, En el mudo corazón del bosque, 1997)

domingo, 24 de noviembre de 2013

Las horas culpables

La hora de sufrir el atraco,
la de cometer el desfalco en la oficina,
cuando deseé otros brazos que no eran tuyos.

La hora de las visitas con sexo,
cuando sólo se puede volver a alguna parte,
el momento de prender la mecha del incendio.

Cuando los vecinos acechan pidiendo harina,
el instante de apretar algún gatillo,
la hora que registra el móvil de los infieles.

El minuto de firmar el despido multitudinario,
la sentencia de muerte, de cerrar el balcón ante los gritos,
la hora de hacerse sordo a las amenazas.

Todas las horas son culpables,
siempre hay un delito revoloteando cerca
y todas las horas son culpables
así que vente, a cualquier hora,
que ninguna postura de las manecillas es inocente,
adoptemos nosotros la que más nos apetezca
a todas horas,
para dejar de ser presuntos delincuentes
y pagar el precio que nos corresponda.





Las cuatro de la madrugada

Hora de la noche al día.
Hora de un costado al otro.
Hora para treintañeros.

Hora acicalada para el canto del gallo.
Hora en que la tierra niega nuestros nombres.
Hora en que el viento sopla desde los astros extintos.
Hora y-si-tras-de-nosotros-no-quedara-nada.

Hora vacía.
Sorda, estéril.
Fondo de todas las horas.

Nadie se siente bien a las cuatro de la madrugada.
Si las hormigas se sienten bien a las cuatro de la madrugada,
habrá que felicitarlas. Y que lleguen las cinco,
si es que tenemos que seguir viviendo.

(Wislawa Szymborska, Llamando al Yeti, 1957, v. de Gerardo Beltrán)




Opinión sobre la pornografía

No hay mayor lujuria que el pensar.
Se propaga este escarceo como la mala hierba
en el surco preparado para las margaritas.

No hay nada sagrado para aquellos que piensan.
Es insolente llamar a las cosas por su nombre,
los viciosos análisis, las síntesis lascivas,
la persecución salvaje y perversa de un hecho desnudo,
el manoseo obsceno de delicados temas,
los roces al expresar opiniones; música celestial en sus oídos.

A plena luz del día o al amparo de la noche
unen en parejas, triángulos y círculos.
Aquí cualquiera puede ser el sexo y la edad de los que juegan.
Les brillan los ojos, les arden las mejillas.
El amigo corrompe al amigo.
Degeneradas hijas pervierten a su padre.
Un hermano chulea a su hermana menor.

Otros son los frutos que desean
del prohibido árbol del conocimiento,
y no las rosadas nalgas de las revistas ilustradas,
pornografía esa tan ingenua en el fondo.
Les divierten libros que no están ilustrados.
Sólo son más amenos por frases especiales
marcadas con la uña o con un lápiz.

(Wislawa Szymborska, Gente en el puente, 1986, v. de Abel A. Murcia)

sábado, 23 de noviembre de 2013

Amor, letras y tiempos difíciles

Si pudieras, si encontraras la manera de avisar a tu yo de diecinueve años... ¿Qué le dirías? ¿Sobre qué error le advertirías, qué puerta le señalarías para que abriese primero, hacia qué clase de parabienes le pondrías en camino?

Es terrible esta sensación con que nos confunden, la de que tenemos que hacernos adultos cuando, sin embargo, nadie se ha sentido maduro jamás en toda su vida.

Escúchame, joven de diecinueve, no eres un borrador, nunca lo fuiste, sino el producto terminado que vive el momento exacto. Imperfecto, sí, pero original, irrepetible, incontestable. Permanentemente descolocado, pero en tránsito. Y dentro de treinta años, te sentirás igual, aunque tu cuerpo no reaccione lo mismo.

No debes saber lo que yo sé ahora porque no sé más que tú, porque cada quién es lo que aprende. Sigo sintiendo que tengo diecinueve, sigo pensando que mi cuerpo no me acompaña en el viaje, sigo necesitando más tiempo para avanzar que recuerdos a los que agarrarme.

Que no es que no haya lugares a los que llegar, que no es sólo que sea importante disfrutar del camino, sino que siempre quedan sitios más allá. Que he perdido, sí, pero que sigo temblando y temblar es sentirse vivo. Que amar es el asunto más importante, especialmente cuando llegan los tiempos difíciles. Y digo amar, y no digo ser amado, ni digo emparejarse.

Hay que vivir con curiosidad cada tiempo que nos atraviesa, muchacho, porque no se repetirá nunca. Hay que viajar sin prisa, muchacha, porque aunque la vida siempre se queda corta, todo acaba por ir llegando. Ahora empiezo a saber que todo llega, que nada se repite, ni siquiera la decepción o la nausea.

Y todo cansa, todo, abosolutamente todo cansa, lo nuevo es necesario, los secretos son imprescindibles, mudar de piel una vez al año, cambiar de concha en cada estación. Abrir una puerta es dejar mil cerradas para siempre. Mil, cien mil, un millón de puertas cerradas, no sirven para nada, no siquiera mueven el aire de los sueños. Sólo cuentan las que se abren y sólo cuando se abren, ni antes ni después.

Las letras, es verdad, no resuelven el mundo, las palabras no hacen la historia personal, siempre queda algo que decir, siempre está todo dicho, una palabra no mata tan deprisa como una bala, una frase no da el calor de un abrazo. Las letras son de aire, pero pueden conseguir que un instante sea más confortable y que escuezan menos las estafas de la vida.

Todo esto que te digo, te lo digo para mi satisfacción, no para que te sirva. Porque no eres un borrador, nunca lo fuiste, nunca lo serás. No eres un aprendiz, o al menos, no más que yo ahora.

Tienes que confiar en ti y pensar en una de las grandes verdades que se nos escapan cuando miramos la vida con lupa: que, al final, las cosas salen bien. Sufriendo más o menos, imposible calcular el dolor que a cada quien le cuesta, pero salen bien. Es imprescindible que salgan bien.

Para cuando lleguen los tiempos difíciles, recuerda que al final las cosas que salen, salen bien, y que salen bien porque salen. Que prisión es cualquier cosa de la que uno escapa, que la tristeza proviene de haberse sentido alegre.

Aunque para todos no sirven los mismos trucos, quiero que sepas que el amor está hecho de letras. Y es en los tiempos difíciles cuando con más intensidad hay que buscar las dos cosas, cuando más hay que buscarse uno mismo y darse por encontrado.


ELLA ES YO

Porque te conozco
porque adivino a qué horas
en qué rincón

porque te descubro leyendo las cartas
     tristes que te envío
los besos al mayoreo
los regaños que firmas con tu nombre

porque entiendo que no gustas de lavar
     un calcetín
y no de salir en las mañanas a comprar
     para el almuerzo
     el pan de ausencia que habrá de consolarte

porque un botón de la camisa que me pongo
     a diario
de la única camisa de hombre bueno
     que me queda
te hace llorar hasta el fondo de mí
y me hiere

porque estás conmigo
y sé lo que tú eres
me conozco

(Rogelio Guedea)



REMANSO

Tus ojos claros me convencen
y me convences tú que estás en ellos
yo que soy tus ojos
y que miro un rayo de luz que hay en ti
de esa luz que alumbra un rincón
una mesa donde se aman amor y desamor
el punto exacto del encuentro no por azar
     sino por cita previa
a tales horas

esa tuya luz está precisa siempre para alumbrar
     adioses    bienvenidas
para decimos claramente que es ahí ahí donde hay
     que poner los ojos
     para no perder rumbo y distancias
     auras    horizontes

por eso yo tus ojos soy
y por ti no pierdo ni un detalle
ni un suceso
ni un encuentro bueno o malo    en fin
porque tus ojos claros me convencen
tus ojos que me alumbran para verme desde ti
     en qué amor ando
     en cuál dolor

(Rogelio Guedea)

martes, 12 de noviembre de 2013

Invocación al amor para que se siente conmigo frente a la chimenea

Amor mío,
que en mi corazón alientas el fuego
cuando los troncos se rozan,
baila inquieta para mí esta noche,
sálvame de la soledad y de la muerte
tú, que sabes de mi frío,
siéntate conmigo,
fundamos los labios y los muslos
hasta convertirnos en ceniza.

Ven conmigo
al lugar donde se suicidan los inviernos,
al tiempo en que los troncos se rozan
y los muslos arden.
Mira cómo baila mansamente la llama
que más tarde nos convertirá en cenizas.
No temas sucumbir a las ascuas:
para sentirse vivo
hay que caminar por el filo
de algún desastre.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Cuando no importa qué

Cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que yo soy tanto y cuanto como son mis palabras, tanto como las palabras de los demás que me señalan o me tapan.

Lo pienso los días comunes, esos en los que uno se levanta solitario y sabe que no empezará a estar en el mundo hasta que diga su primera palabra. Que las más de las veces es una palabra común y corriente, anodina, que espera hasta la hora del trabajo o los supermercados; si bien es cierto que, de tanto en tanto, me sorprendo hablándole en voz alta al espejo, diciéndole algo así como "venga hombre, hoy va a ser un día bueno".

También lo pienso en los días especiales, que para mi alegría cada vez van haciéndose más comunes, cuando tu voz me saca del silencio y me pone entre el auricular y la pared o me describe con todo lujo de pormenores una novela prestada, a la que atiendo con la devoción de un adolescente que quisiera ser escritor.

Lo pienso en los dias indecisos, esos en que tus palabras me apuntan y me disparan y me aciertan de lleno para levantarme dos palmos del suelo y notar el vértigo del vuelo en el estómago, o para tirarme al mar y acabar salado y enarenado, como revolcado por una ola. Porque sé, al fin y al cabo, que toda mi realidad está en tu boca, como sé que todos los sueños que merece la pena perseguir están en tus manos.

Pero sobre todo lo pienso en los días palpables, esos que espero como a la lluvia, cuando llegas y me quieres como si tuvieras que contarme algo, cuando me miras como si me ofrecieras un secreto, cuando conviertes cada abrazo en una exclusiva que contar con parsimonia.

Digo que soy mis palabras porque a veces no te quiero y no te llamo y no te escribo y no busco, como quien pierde un anillo en la playa, los números que me llevan a tu certeza. Supongo que el descuido, la desgana, la soberbia o el amor propio impiden que se manifieste el ajeno y su caudal de palabras, que no siempre riega con tiento y desborda las orillas y deja llenos de lodo los pasos que al día siguiente damos.

En fin, que ando firmemente convencido de que no hay otra forma de querer que la de siempre tener cosas que decirte al oído. Ni tan siquiera eso: no hay mejor forma de amarte que querer hablarte al oído, precisamente cuando no importa qué.

Debe ser por eso que, hace ya tantísimo tiempo, escribo. Y escribir siempre me pareció como hablar contigo, como el único modo posible de quererte, como cruzar a tientas la raya de la vida hacia esa otra parte en la que siempre estás tú.




A TIENTAS

Cada libro que escribo
me envejece,
me vuelve un descreído.
Escribo en contra
de mis pensamientos
y en contra del ruido
de mis hábitos.
Con cada libro
pago un viaje
que no hice.
En cada página que acabo
cumplo con un acuerdo,
me digo adiós
desde lo más recóndito,
pero sin alcanzar a ir muy lejos.
Escribo para no quedar
en medio de mi carne,
para que no me tiente el centro,
para rodear y resistir,
escribo para hacerme a un lado,
pero sin alcanzar a desprenderme.

(Fabio Morábito, De lunes todo el año, 1992)

jueves, 7 de noviembre de 2013

Prodigios y contradicciones

No me gusta viajar.

Éste es un modo, como otro cualquiera, de meter en la palabra "no" todas las posibles discusiones. Tanto como decir que no me gusta ver "El Brujo" o ir a la playa, tanto como por ahorrarse concienzudas argumentaciones, suavizadas con las correspondientes contraindicaciones de la posología, en un simple "no me apetece".

Pero ocurre que según y como, ocurre que tal vez me quedara con ganas de ir al teatro y ser un quinto legalizado. Ocurre que alguien me recuerda que pasar todas las semanas por la arena no es propio de afirmaciones tan de tierra adentro. Ocurre que lo dicho, sin saber bien ni cuando ni como ni con quién, se convierte en leyes que se dictan al futuro.

Y es que es muy difícil contradecirse con desparpajo, como hacen los personajes de las novelas de Corín Tellado o los novios que Malú se echa en las canciones. Porque enseguida, y más aún si hay alrededor gente con memoria, sale a relucir la teoría del tango en grupo, los significados de la palabra "novia" o si se no quiso tener sexo o es que se tenía demasiado.

Por eso, a veces hacen falta los milagros. Y que, siete meses atrás, alguien que sueña con aviones y colinas verdes se quede en paro y ponga un artefacto explosivo en la vida de los que le rodean que, en lugar de explotarle en las manos, los atraiga los fines de semana como sedientos imantados hacia una cerveza.

Hace falta que el milagro siga rodando y los papeles del bar estén en regla y que uno de los dos no pueda cerrar todo el puente y que por qué no se lo dices a alguien que es una lástima tenerlo ya pagado y vale, voy a hacerle la proposición sin indecencia.

Hablo de los prodigios que son necesarios para salvarse del ridículo de las contradicciones. Porque, como vuelvo a afirmar rotundamente, manteniéndola sin enmendalla, a mí no me gusta viajar.

Sin embargo, de repente, supongo que por lo caprichoso del azar, por lo inesperado de la maravilla, por la falta de práctica haciendo maletas, me descubro imaginando falditas escocesas y enormes pintas de cerveza.

Pero no me gusta viajar. No me gusta viajar. No me gusta viajar. O quizás sí me guste ahora, que ya no sé qué decir que no se convierta en decreto del que se levanta acta.

Quizás lo que me gusta sea que la gente que me deje contradecirme sin preguntar. Aquellos que, como a mí me pasa con mucha frecuencia, admiten sus propias contradicciones como animales de compañía. Como se admiten los prodigios, los recuerdos inventados y las tardes de lluvia ilimitada.



SOBRE LAS CONTRADICCIONES

Si extiendo una mano encuentro una puerta
si abro la puerta hay una mujer
entonces afirmo que existe la realidad
en el fondo de la mujer habitan fantasmas monótonos
que ocupan el lugar de las contradicciones
más allá de la puerta existe la calle
y en la calle polvo, excrementos y cielo
y también ésa es la realidad
y en ésa realidad también existe el amor
buscar el amor es buscarse a sí mismo
buscarse a sí mismo es la más triste profesión
monotonía de las contradicciones
allí donde no alcanzan las leyes
en el corazón mismo de la contradicción
imperceptiblemente
extiendo la mano
y vivo.

(Aldo Pellegrini)



LA CERTIDUMBRE DE EXISTIR

Si
lo he visto todo
todo lo que no existe destruir lo que existe
la espera arrasa la tierra como un nuevo diluvio
el día sangra
unos ojos azules recogen el viento para mirar
y olas enloquecidas llegan hasta la orilla del país silencioso
donde los hombres sin memoria
se afanan por perderlo todo

En una calle de apretado silencio transcurre el asombro
todo retrocede hasta un limite inalcanzable para el deseo

pero tu y yo existimos

tu cuerpo y el mío se adelantan y aproximan
y aunque nunca se toquen aunque un inmenso vacío los
separe
tu y yo existimos

(Aldo Pellegrini)

jueves, 24 de octubre de 2013

En estos días

En estos días que corren, o mejor dicho, que no corren y se quedan como detenidos entre dos tiempos, como si necesitaran estar rellenos de alguna sustancia más espesa para ser verdaderos, hay que ser muy valiente para descorrer los cerrojos de las puertas.

No creas que no sé de tu arrojo porque lo admire mordiendo una sonrisa entre mis labios.

Salir a la calle en estos días sin estrépito remueve todos los engranajes del miedo y, el miedo, ya se sabe, como alguna otra materia reconocible enseguida, más profundamente huele cuanto más se agita. Pero tu aroma sigue siendo el de un sueño, aun en estos días que corren, o mejor dicho, que no corren y andan despacio buscando el final de los calendarios de bolsillo.

Quizá en el fondo de los ojos, alguien que se fije largamente, consiga atisbar una sombra. Puede que, sólo para un oído avezado, el final de algunas frases te delate incertidumbre. Es posible que entre paso y paso haya una vacilación muy bien escondida que solo un experto actor de método sabría poner en entredicho.

Pero es que temblar es el primer paso hacia la otra orilla, estremecerse es empezar la carrera para el impulso. No creas que, porque quiera desabrocharte la armadura, no percibo la verdad de tu coraje desnudo.

En estos días que, como hemos quedado antes, no corren, hay que ser muy fuerte para morirse de miedo y seguir de pie, caminando. Hay que ser muy animoso para no sucumbir a las dudas, hay que ser muy audaz para no apalabrar salvoconductos, hay que ser muy intrépido para extraer a carcajadas las tristezas del corazón.

En estos días tan llenos de villanos y villanías, cuando la razón ha perdido pie al borde de las declaraciones de prensa o de la legalidad vigente, cuando difamar parece el mecanismo más meritorio y una amenaza se contempla como el epílogo de los besos, el mundo necesita personas como tú para recordar que el valor se demuestra andando.

El mundo necesita personas como tú, y es muy urgente que lo sepas, que no desfallezcas, que no dejes de sonreír entre los escombros.



ENVÍOS

Todo lo que se da llega a destiempo.
No existe otra manera.
Entre el ojo y la mano hay un abismo.
Entre el quiero y el puedo hay un ahogado.
Un país que asoma su cabeza deforme en una
carta,
y va a darse a destiempo, nada es lo que
esperabas.
Y lo que llega envuelto en papel de regalo se irá
sucio de odio.

Bailamos entre los escombros de una cita.
Dibujamos una taza de café en el desierto.
Vivimos de sumar y de restar:
lo que te da el amor, lo que te quita el miedo.
Al final nos entregan los huesos de un perfume.

Aún así persistimos.
En alguna montaña vive un pez resbaloso.
Entre números rotos se desliza una estrella.

(Jorge Boccanera)

lunes, 21 de octubre de 2013

Olvidaba decirte

Olvidaba decirte que todo lo que siento no te lo digo, que hay palabras que se me quedan dentro, que luego me llega la rabia de no habértelas dicho.

Para eso escribo, para que se me queden menos cosas en el tintero, para que mi falta de vocabulario no se vuelva sombra, por si mis problemas de memoria se deshicieran en versos.

No siempre consigo ponerme el corazón en la boca. Me guardo pensamientos por el pudor de sentirme pequeño, para no agobiar con flores a maría, porque no hay nada peor que sentir que se sobra. Me dejo dentro palabras que tendría que decirte al oído, que debería insertarlas entre tu dolor de cabeza haciéndose nuestro y mi mano resbalando por tu mentón.

Supongo que te lo imaginabas, que mi preferencia por los silencios escondía alguna trampa, que no me gusta vaciar los secretos sin aprovechar toda su ternura, que yo también tengo miedo de la cursilería que llevo dentro.

Pero quiero que sepas que, aunque no todo te lo digo, todas las palabras que te digo al oído son palabras sinceras, las siento tal y como las escribo, me las creo tal y como las pronuncio en voz baja. Cada palabra que te digo es verdad, aun sabiendo que nadie puede ser completamente objetivo.

Olvidaba decirte, también, que si notas que te acaricio, es porque me gusta hacerlo; que si me ves mirarte embobado, es porque lo estoy cuando te miro.

Y olvidaba decirte que, si te echo de menos, es porque quiero más.



DECIR, HACER

A Roman Jakobson

Entre lo que veo y digo,
Entre lo que digo y callo,
Entre lo que callo y sueño,
Entre lo que sueño y olvido
La poesía.
Se desliza entre el sí y el no:
dice
lo que callo,
calla
lo que digo,
sueña
lo que olvido.
No es un decir:
es un hacer.
Es un hacer
que es un decir.
La poesía
se dice y se oye:
es real.
Y apenas digo
es real,
se disipa.
¿Así es más real?
Idea palpable,
palabra
impalpable:
la poesía
va y viene
entre lo que es
y lo que no es.
Teje reflejos
y los desteje.
La poesía
siembra ojos en las páginas
siembra palabras en los ojos.
Los ojos hablan
las palabras miran,
las miradas piensan.
Oír
los pensamientos,
ver
lo que decimos
tocar
el cuerpo
de la idea.
Los ojos
se cierran
Las palabras se abren.

(Octavio Paz)



DESTINO DE POETA

¿Palabras? Sí, de aire,
y en el aire perdidas.
Déjame que me pierda entre palabras,
déjame ser el aire en unos labios,
un soplo vagabundo sin contornos
que el aire desvanece.

También la luz en sí misma se pierde.

(Octavio Paz)

sábado, 19 de octubre de 2013

Falta de vocabulario

Comencé una caricia el jueves por la tarde
JOSÉ CARLOS ROSALES

Qué ternura, o quizás no sea la palabra,
discutir sobre colores por teléfono,
planear la vida próxima, el siguiente agua,
rodar entrelazados sobre un texto
como si fuese una suave cuesta
o una cama,
caminar sin rumbo por la casa
buscando el rincón donde sentirse más cercanos,
mirar al infinito mientras se le habla
a las paredes.

Quizás ternura no sea la palabra
y haya que inventar un gesto alternativo,
un color luminoso, una nota musical nueva,
otro concepto de silencio.

Qué ternura, aunque quizás no sea la palabra,
combatir el frío de las noches
rozando espalda contra espalda,
bendecir alguna tarde desastrosa
con una caricia tuya impúdica y osada,
pulsar con locura el timbre de la alegría
y aparcar el mundo en el cruce de un beso
con la calle Ganivet.

Si al final resulta
que ternura no ha sido nunca la palabra,
perdóname esta falta mía de vocabulario
a la que tengo que agradecerle
que te vayas dejando enredar
en la médula de los poemas,
sobre el corazón de la memoria,
en el centro de mi vida.




CARICIAS CRUZADAS

Comencé una caricia el jueves por la tarde,
pero sonó el teléfono, llamaron a la puerta,
la caricia se quedó aplazada.

También otras caricias quedaron en suspenso
para seguir más tarde, después, al día siguiente:
las caricias se enredan, las que están acabando
con las que empiezan hoy, aquellas que se alargan
ocupando semanas con aquellas que duran
décimas de segundo.

Contigo las caricias empiezan, no se agotan,
nunca acaban, parecen
conversaciones que se cruzan,
palabras que nos llevan.

(José Carlos Rosales, Poemas a Milena, 2010)


domingo, 13 de octubre de 2013

Las noches y las palabras

Deseo noches, y quiero que lo sepas, de espalda contra espalda.

Además quiero que sepas que las palabras que ahora te digo de día, podría también pronunciarlas en cualquier noche inacabable, de esas que uno imagina con otra edad y con menos peso del mundo contra los corazones.

No te musito mis palabras con la contundencia de una lágrima porque ya sabes que la sal las arruga y las vuelve viejas. Tampoco quiero recitarlas graves, huecas, sino diminutas y al oído, aun corriendo el peligro de que su significado se pierda en el ruido de fondo de nuestra vida.

Es verdad que algunas palabras merecen noche para poder ser escuchadas sin eco, como es cierto que hay noches que son propicias para acabar quedándose en palabras mil veces repetidas. Pero todas las palabras que ahora te digo de día, puedo pronunciártelas horizontales y escribirtelas oblicuas.

Deseo noches de espalda contra espalda, de palabra tras palabra, de cerrar los ojos pero no la sonrisa. Y deseo noches sin vértigo en las que repetirte suavemente las palabras que sólo se dicen de día.

Porque ya no creemos en palabras que únicamente se convierten en verdaderas durante una noche, podríamos tener derecho a estar callados, a taparnos los oídos con memoria, a escribir garabatos en las paredes de la luna.

Para no jugar al desencanto, hablo de día con palabras pequeñas, mínimas, livianas, mientras deseo noches de espalda contra espalda.

Y quiero que lo sepas.




LAS PEQUEÑAS PALABRAS

Decías tú palabras
íntimas, silenciosas.

Palabras que se dicen
del amor al amor,
de una boca a otra boca.

El poema secreto
para todos se hacía,
las pequeñas palabras
memorables, dichosas.

Las hazañas diarias,
ilusiones del día,
las más pequeñas cosas;
palabras compartidas,
útiles, generosas.

El poema secreto
para todos se hacía,
las pequeñas palabras
-otras no he de decir-
durarán como rocas.

(Alfonso Costafreda)




COMPAÑERA DE HOY

Compañera de hoy, no quiero
otra verdad que la tuya, vivir
donde crezcan tus ojos,
dando tu luz, tu cauce
a lo que veo y siento...

Deshacer ese ovillo
oscuro del temor,
encontrar lo perdido,
quebrar la voz del sueño...

Y lenta, lentamente
aprender a vivir,
de nuevo, de nuevo,
como en una mañana
cargada de riqueza.

(Alfonso Costafreda)

martes, 8 de octubre de 2013

De vestidos

De vestidos nada sé. Y quisiera aprender qué color combina con cual otro, cómo se llaman las distintas mangas y cual es la forma más adecuada que darle a la tela según sea el cuerpo de cada quien.

No me parece un conocimiento superfluo. Para llegar a conclusiones simples, a reglas que funcionen adecuadamente, hay que observar mucho, imaginar mucho, diseñar en el aire.

Adornar consiste en resaltar virtudes y disimular defectos, en impresionar y contrastar o, por el contrario, en pasar desapercibidos respecto del paisaje. Y si bien puede parecer un ejercicio de falsedades, hay que reconocer que amar se basa en el mismo principio, el de reinventarse poco a poco sobre un fondo negro.

Adornar a alguien es amarlo y amarlo es embellecerlo y embellecerse amando. Una invención mutua en donde no se sabe muy bien quién es el diseñador y quién el diseñado. Un modo de imaginarse en el que el diseño exacto nunca se alcanza, en el que el maniquí verdadero nunca se descubre al final.

Por eso quiero aprender, porque mi amor depende de eso, y de mi amor el resultado de mi vida, y del resultado de mi vida proviene el mundo. Por eso quiero aprender de vestidos, aunque nada sé. Únicamente me atrevo, tímidamente, con los tuyos, con esos que tanto me gusta que te pongas y que te quites.

Especialmente me gusta, supongo que me lo notas, ese vestido suave y tranquilo que te pones cuando te quitas el miedo y el reloj, ese que te ocupa el cuerpo entero sin dejar un sólo milímetro de aire entre tus labios y los míos, ese que se queda pegado a mis manos resbalando por la tarde que busca no tener fin.

Quiero saber de vestidos, porque embellecernos es amarnos. Quiero aprender de vestidos porque de vestidos nada sé.

Tú, ya sabes que desvestidos nada sé, y que, desvestidos también, es el más dulce y lento modo de aprender.


FUGITIVA

Traes destellos de lluvia en los cabellos
brillantes que te cubren la frente;
tienes húmedos los ojos, los labios mojados
y gélidas y rígidas las mejillas del
frío. ¿Por qué has estado ausente tanto tiempo?
¿Por qué no has venido a mí hasta las
tantas de la noche, tras caminar durante horas
contra viento y lluvia? Quítate el vestido
y las medias, siéntate en este sillón profundo
junto al fuego. Te voy a calentar los
pies en mis manos. Te voy a calentar senos y
muslos a besos. Ojalá pudiese encender
un fuego en tu interior que nunca se extinguiese.
Ojalá pudiera estar seguro de que llevas
bien dentro un imán que siempre te traerá a casa.

(Kenneth Rexroth, Actos Sacramentales, 2005)





ENTRE LA MUERTE Y YO
(fragmento)

Me gusta imaginarte desnuda.
Pongo tu cuerpo desnudo
entre yo y la muerte.
Si me pongo a pensar
y prendo fuego a tus dulces pezones
hasta los tendones bajo tus rodillas,
puedo ver muy lejos a través de tu cuerpo.
Lo que miro está vacío,
pero al menos está iluminado.

Sé cómo tus hombros relucen,
cómo tu rostro cae en trance,
y tus ojos se ponen como los de un sonámbulo,
y tus labios de mujer
que es cruel consigo misma.
Me gusta
imaginarte vestida, tu cuerpo
cerrado al mundo y contenido,
su maravillosa arrogancia
que hace que todas las mujeres te envidien.
Puedo recordar cada vestido,
cada uno más orgulloso que una monja desnuda.
Cuando me voy a dormir mis ojos
se cierran en una red de memoria.
Su nube de íntimo olor
sueña en vez de mí.

(Kenneth Rexroth, Versión de Marcelo Pellegrini y Armando Roa Vidal)
(La señal de todas las cosas, 2004)

Papiel

He vivido tardes de octubre completamente rellenas de abril. Y domingos horizontales que se escurrieron poco a poco hasta dejarme los pies afuera, como colgando en el aire.

También mantuve horas de novela risueña en las que un melodrama desnudo me explotaba en la boca. Pero nada tan inolvidable como los minutos de poesía que me ha tocado vivir de tanto en tanto.

No hay nada como respirar profundamente sobre el cuello de un poema, nada como acariciar sus versos, interminablemente, aun con palabras propias mal pronunciadas y en tono injusto.

No hay mejor segundo que el que se necesita para pellizcar unas rimas, para hurgar en las metáforas humedecidas y profundas, para cabalgar entre cesuras y ritmos replegados.

Son muchas las cosas que tengo que agradecer a la literatura: la extensibilidad de la palabra ajena hacia lo propio, el proceso cadencioso con el que la tinta se va corriendo bajo el impacto de una lágrima, el roce del mundo expresado en asombrados renglones.

Si alguna vez anduve resentido con la vida, la literatura me ha perdonado con tus ojos lectores.

Mas, aun sabiendo todo cuanto debo a la palabra, nada puedo agradecerle más a este viaje sino que transcurra sobre ese precioso papel tuyo, que es como una piel secreta e inacabable, por donde corre, sin secarse nunca, la tinta de todos los poemas que escribo, el sueño que se me raya con tus miedos, la luz que le entreabres al porvenir.




LEJOS DE LOS NOMBRES

Siempre he odiado los nombres
porque me es fácil olvidarlos;
por eso prefiero una sonrisa fuera de borda,
unas rodillas, una mano
extendida como un cable a tierra,
una calle vacía con una puerta entreabierta
o unos zapatos viejos que se nieguen a andar
cuando duermo devorándome la memoria
como a un pan recién horneado.

(Jorge Meretta)

sábado, 5 de octubre de 2013

Planes (y tulipanes)

Es inútil que te empeñes en hacerte creer que vives el momento, si todo consiste en echar cerrojos a los párpados del futuro.

Recuerda cuando éramos niños, quiero decir cuando aún no teníamos edad para ser otra cosa que niños, y mirábamos la escena del asesino a través de los dedos entreabiertos de la palma de nuestra mano minúscula y suave. ¿Acaso dejaba de morir la desafortunada joven, el vaquero desprevenido, el héroe irremediable que invadían la televisión y nuestras pesadillas?

Claro que no. Apagar la luz no evita el deseo ni el insomnio, taparse la cabeza con la almohada no elimina los espíritus ni despista al camión de la basura, cerrar los ojos en mitad de la sala abarrotada no evita que los demás nos miren con desdén mientras la tierra se empecina en no tragarnos.

No se puede vivir en el presente, por mucho latín que se sepa, ni aunque hayamos visto siete veces "El club de los poetas muertos". No se puede vivir en el presente porque el corazón del hombre nace del porvenir y en él y por él se muere. Porque cada latido es un pequeño anticipo de los siguientes, porque el presente continuo es el germen de todo lo que siempre se está yendo y nunca vuelve.

Cada quien es libre de elegir sus propios demonios, cada quien decide cuando matar las nubes, cada uno escoge el reducto de sus paranoias. Rosas o tulipanes, cada uno escoge su lado de la cama y su personal estilo de no parecer ridículo.

Pero del mismo modo que no contestar ya es dar una respuesta, no querer hacer planes es hacerlos mal de oficio, caminar a oscuras en mitad del día, entregar el acordeón a la furia del olvido, llevar la cabeza de un avestruz sobre el cuello de un hombre.

A las rosas, a los sueños, les debemos, al fin y al cabo, la próxima rosa, el tulipán siguiente, la sucesiva treta de los débiles que nos impulsa a pronunciar palabras como si fueran mágicas.

Y, aunque pueda parecer rara la edad que tengo para esta afirmación tan arbitraria, lo cierto es que lo son. Las palabras más mágicas de este mundo, y de todos los posibles, son esas con las que se tejen los planes que, luego, quien sabe, tal vez no se cumplirán nunca.



ORACIÓN

Para mis días pido,
señor de los naufragios,
no agua para la sed,
sino la sed,
no sueños
sino ganas de soñar.

Para las noches,
toda la oscuridad
que sea necesaria
para ahogar
mi propia oscuridad.

(Piedad Bonnett, Las tretas del débil)



LOS HOMBRES TRISTES NO BAILAN EN PAREJA

Los hombres tristes ayuentan a los pájaros.
Hasta sus frentes pensativas bajan
las nubes
y se rompen en fina lluvia opaca.
Las flores agonizan
en los jardines de los hombres tristes.
Sus precipicios tientan a la muerte.

En cambio,
las mujeres que en una mujer hay
nacen a un tiempo todas
ante los ojos tristes de los tristes.
La mujer-cántaro abre otra vez su vientre
y le ofrece su leche redentora.
La mujer-niña besa fervorosa
sus manos paternales de viudo desolado.
La de andar silencioso por la casa
lustra sus horas negras y remienda
los agujeros todos de su pecho.
Otra hay que al triste presta sus dos manos
como si fueran alas.

Pero los hombres tristes son sordos a sus músicas.
No hay pues mujer más sola,
más tristemente sola,
que la que quiere amar a un hombre triste.

(Piedad Bonnett, Las tretas del débil)



viernes, 30 de agosto de 2013

Nunca te volveré a regalar un paraguas

Elijo el color y el envoltorio. Rebusco la razón, una verdad, el mensaje escrito en mi puño. Sofoco una noche, desvelo un suspiro y espero que llegue una tarde antes de que sea tarde.

Entonces te regalo un paraguas para que puedas ir sola bajo la lluvia. Sola o con quienes quieras, que eso no depende del número ni del tamaño, sino de lo juntas que se pongan las cabezas mientras se anda mirando al suelo para que no salpique el agua de los charcos al pisar.

Es cierto que hay doce razones para todo y que también hay doce razones para todo lo contrario. Por eso sé que se puede considerar mezquino un paraguas, que se puede pintar de frío cualquier latido de un corazón desentrenado, que es sencillo calificar de cobarde a quien no te ata a la pata de la cama.

Pero regalar consiste en practicar un cierto malabarismo contra las decepciones, como bailar en la finísima línea que separa la maravilla que salva vidas del desacierto más estrepitoso. Regalar es exponerse a que los cerdos nos echen todas sus margaritas o a que las margaritas nos acusen de comprar perdones futuros o pasados.

Vemos lo que creemos, cada uno ve el mundo como se lo imagina. Ocurre que a veces el efecto no es el que uno esperaba y, al desenvolver el regalo, uno le escucha al otro decir un gracias tibio, imaginario, casi inhóspito. Un agradecimiento cínico o, lo que es peor, impregnado con la certeza de que por dentro hay escondida una puñalada con ganas de darse.

Cuando eso sucede, tengo que respirar hondo, tres veces seguidas, muy despacio. Entonces la ternura (que es como yo te imagino y es por eso que así te veo siempre) vuelve a inundarlo todo y recuerdo claramente que te regalo un paraguas para que puedas ir sola bajo la lluvia. Sola o con quienes quieras.

Y decido, más convencido que nunca, que claro que  te seguiré regalando paraguas. Ni siquiera es necesario que llueva como hoy ha llovido, como tiene que seguir lloviendo tantas veces de ahora en adelante.

Muy al contrario que en el resto de las cosas que te digo al oído, en ésta, la única mentira está en el título.




LA CASA

Llegó el momento de partir
el hogar en dos.
Bien:
comencemos por los rincones donde las arañas
tejieron también su historia.
Hablemos de los muros y sus cuadros.
¿Cuál eliges?
¿El del día de la boda,
el retrato de la niña
o el de vacaciones en verano?
Quiero el antiguo bodegón
para recordar las comidas familiares.

Mira la casa:
permanece ahí de pié
pero sin alma.

¿Con cuál alcoba deseas quedarte?
¿Aquella donde los gemidos
algunas vez fueron música perfecta?
¿O el cuarto azul
donde echó raíces la cuna para siempre?
¿O el jardín
donde todavía se columpian las sonrisas?

Deseo la terraza,
esa roja plataforma de minúsculos ladrillos
donde lluvias y palomas encontraron su refugio,
donde todavía transpiran las estrellas
y no hay sombra que oculte los engaños.

Te regalo los espejos
saturados de susurros, ecos familiares,
desfigurados rostros
que hoy se desangran en reproches.

Pero tienes razón:
tal vez aquí ya nada nos retenga.
A la frontera tal vez llegamos
entre el amor que vacila y las cenizas.

Viéndolo bien,
no puedo partir en dos la casa:
te la regalo toda
con todo y promesas de futuros sublimes.

Como cortinas viejas
te regalo lo que queda:
este cielo sombrío
y este desvencijado viento
que dejaste al cerrar la puerta principal.

(Lina Zerón, Vino Rojo, 2003)




MUDAR DE PIEL

Lo difícil es mudar de piel
la primera vez.
Después…
Oteas como un diafragma fotográfico
el cuerpo, su intemperie
luego las clandestinas caricias
las voces en murmullo,
los besos tras la puerta
que te obligan a buscar una isla blanca
en marejadas de olvido.

Al mudar de piel vuelves a sentir,
te izas como vela.
En tus sábanas blancas
el mundo es tuyo otra vez.

Lo más difícil es arrancar raíces,
dejar trozos del rompecabezas.
No colgar el bolso de cuero
cuando ves la cama vacía...

Sabes que emigras a una nueva piel.

(Lina Zerón, La spirale du feu, 1999)

sábado, 24 de agosto de 2013

Delineante

Es verdaderamente difícil trazar espirales con la memoria. Casi tanto como dibujar garabatos en las paredes de una pesadilla.

¡Cuánto cuesta cerrar los círculos que se vician! Desatormentarse de la parábola que describe la trayectoria de las mentiras escuchadas atentamente, desangustiarse de lo oblicuo cuando impacta contra la soledad de una tarde equivocada.

Recto o torcido, el dibujo es mío y siempre sigue. Porque, aunque es complicado dibujar flores en papeles de acero, todo se reduce a insistir en paralelo, a matar el ángulo de los desastres y sentir la tinta brotando del silencio.

Mío es el dibujo y mías son las tachaduras, mía es la caligrafía y la mancha con su pléyade de borrones. Porque quiero delinear el perfil de toda vida que se me presente abierta, aunque la silueta que le trace nos desmorone. Porque soy dibujante cartesiano y pienso en ti en cada trazo, en cada esbozo, en cada signo.

Porque pienso en ti en cada palabra que no escribo, porque pienso en ti cuando arrugo cada papel como si fuese una sábana blanca; porque cuando pienso en ti, me estorban las reglas y el dibujo deja de ser técnico.

Y ya no me parece tan difícil delinear un sueño.




Para ti no hay palabras.
Hay sólo mudas páginas en blanco
y este lento caer
de las manos inútiles
que olvidaron y hallaron
letras
sueños
y árboles.

Hubo palabras antes.
Cuando el mar,
cuando el grito luminoso
de los últimos faros.

Para ti sólo hay tiempo,
no hay palabras.
Y el tiempo es infinito
ahora que te amo.

(Maruja Vieira)

miércoles, 14 de agosto de 2013

Somos vocabulario

Somos puro vocabulario. Estamos hechos, ni más ni menos, que de las palabras que usamos. Al fin y al cabo, es falso (y, por tanto, no digo que sea mentira) que los hechos nos preceden o nos califican.

Porque la realidad es efímera, la gran mayoría de los actos que uno hace son (salvo que estemos en Gran Hermano) privados. Cualquier comportamiento que tenemos es interpretable, opinable y hasta analizable desde diferentes "creencias" que modifican su entendimiento por parte de los espectadores.

Uno es siempre quien dice que es. Uno es siempre quien los demás dicen que es. Yo soy quien tú dices; pero sólo soy si me dices.

Elige bien las palabras con las que me haces existir, porque de ellas dependo. Si dices que soy bueno, lo seré. Si me tomas por celoso, irritable, miserable o santo, seré todas esas cosas juntas y a la vez. Me tienes en tus labios ¿acaso no lo sabías ya?

Del mismo modo, por la misma regla de tres, un día, tal vez, por fin me creas y puedas entender entonces, que eres exactamente como yo te cuento, lo que siempre te digo, eso que tantas veces repito: mi vida.


A VECES

Escribir un poema se parece a un orgasmo:
mancha la tinta tanto como el semen,
empreña también más en ocasiones.
Tardes hay, sin embargo,
en las que manoseo las palabras,
muerdo sus senos y sus piernas ágiles,
les levanto las faldas con mis dedos,
las miro desde abajo,
les hago lo de siempre
y, pese a todo, ved:
¡no pasa nada!
Lo expresaba muy bien Cesar Vallejo:
"Lo digo y no me corro".
Pero él disimulaba.

(Ángel González)

domingo, 4 de agosto de 2013

El mismo miedo, tan poca lluvia

Dice que fue el miedo, que te perdió por miedo, que la insolidaridad y el soborno fueron por miedo. Supongo entonces que todo fue miedo y que el amor, tanto el que quema como el que tranquiliza, también fue miedo entonces.

Tal vez todo fue miedo, pero sólo llueve al principio y al final de la película. Y yo estoy cansado de que siempre se alegue miedo en vez de reconocer la comodidad de llamar miedo a cualquier cosa que se interponga en nuestro camino hacia el confort.

Fue por miedo que Darín se acostó con otra que no eras tú. Supongo que por miedo escribió una novela, aceptó un trabajo que no le gusta y, por miedo, planteó un soborno en toda regla.

Pues bien Soledad, quiero que sepas que yo también tengo miedo y que todo lo que he hecho, incluso, todo lo que he dejado de hacer, ha sido por miedo. No quiero ser menos que los demás.

Vivo por el miedo a morir, amo por el miedo a perder a quienes amo, espero por el miedo que tengo a no tener nada que esperar. Como por miedo, bebo por miedo y hasta sueño por el miedo de no saber hacia dónde ir.

Aunque lo más patético es que escribo por miedo. Sí, como lo lees, Soledad, escribo porque tengo miedo de no poder decirle nunca a nadie algunas de las cosas que escribo. Espero que sea, por lo menos, una manera de empezar.

Lástima que no haya llovido ni al principio, ni al final de este texto. Con tan poca lluvia, las palabras de amor y las mentiras se resecan enseguida y acaban escurriendo, tiempo abajo, hacia el porvenir.



COLD IN HAND BLUES

y qué es lo que vas a decir
voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo

(Alejandra Pizarnik)

sábado, 3 de agosto de 2013

Ligeramente acurrucada

A veces te imagino tendida como el horizonte, lejana, distante, inalcanzable.

A veces imagino que estás sentada aquí a mi lado y escucho tu voz claramente alegre discutiendo pequeños detalles de una cena informal en la que no se hace mención expresa al postre que nos asoma por los ojos.

A veces te imagino sacando la mano por la ventanilla y jugando con el viento que te alborota las ganas de hablar y te arremolina los pensamientos. Y me dices que ese no es el cruce, que tiene que ser el siguiente y yo te creo y seguimos viajando y me posas la mano en la rodilla distraidamente, como quien recuerda un acto de amor por sus iniciales.

A veces te imagino con los ojos redondos en el otro extremo de una sala abarrotada de gente que mira cuadros o esculturas. O que llegas cargada de bolsas en las dos manos, con los ojos bajos, como si no quisieras mirar a la cara de una cierta clase de felicidad que has encontrado, aunque no estás muy segura de que lo sea.

A veces te imagino callada, desnuda, sobre la cama, ligeramente acurrucada de medio lado, dejando descansar la cabeza sobre tu antebrazo, liberando tu piel de la dictadura del deseo y dejándola esparcirse por entre las sábanas justo hasta el lugar en donde nace tu cabello que se desmelena y se me enreda entre los dedos.

A veces te imagino. Me gusta imaginarte y soy capaz de hacerlo muy bien. Tan bien que, a veces, después de haberte imaginado con todo detalle, tú misma sales convencida de haber estado aquí, a este lado de mis sueños.



Mis sueños tienen dos lados
pero tú siempre estás en el otro,
dos manos que aprietan carne
aunque ninguna es tuya
y dos pezones clavados
que no me apuntan.

Mis sueños tienen los pies fríos
y no consigo calentarlos
enredándolos con los míos.
Mis sueños tienen dos pieles
que al desnudarse se disuelven
en diferentes sábanas.

Mis sueños tienen dos labios
que no encuentran aire compartido,
dos corazones que salen afuera
gimiéndome la garganta
y dos sexos que al desplegarse
se derraman.

Mis sueños tienen dos lados:
orgasmo e insomnio.
Y tú siempre estás en el otro.