sábado, 30 de noviembre de 2013

Cuando digo que no estoy para películas duras

Cuando uno está habituado a que las cosas pasen por encima sin pena ni gloria, como sintiéndolas lejanas, como si no fueran con uno ni pudieran serlo, como si no hubiera arcenes ni baches en la carretera sino sólo asfalto, cuesta salirse de la vía. Uno no está acostumbrado a los caminos de tierra, y mucho menos a los de barro o a los de hielo.

Pero en el proceso he aprendido muchas cosas, especialmente de mí mismo. Un proceso que no sé si está terminado. Aunque es ahora cuando soy consciente de que haya sucedido. Mientras estaba ocurriendo, no lo supe.

Me he dado cuenta de que salir a la intemperie no me ha hecho ni más listo, ni más fuerte, ni mejor de lo que era. Si lo parece es, simplemente, porque nos acostumbramos a todo. Incluso nos acostumbramos al miedo y parecemos más fuertes y más valientes.

Me he dado cuenta de que soy yo el que tengo que cuidar de mí, aunque a temporadas haya quien me eche una mano, cosa que agradezco profundamente. Yo tengo que ser mi propio negro bailarín y descarado. Y como debo ser yo quien me cuida, no puedo consentir darme pena, porque si me doy pena, no me sirvo para nada. La autocompasión no me lleva a ninguna parte.

También he aprendido que no pasa nada por hacer el ridículo. Que lo que los demás opinen es un asunto efímero, que el polvo que se levanta cuando tropiezo, acaba por volver a posarse en el suelo y quedarse quieto.

Cuando digo que no estoy para películas duras, una dureza que, en realidad, sólo consiste en ver como nos llega el deterioro precisamente cuando más indefensos estamos, y aún me preocupa llegar solo a ciertos lugares, no es que me pase nada.

No me pasa nada. No estoy triste, no sufro. No es que no tenga dudas, que las tengo, sino que estoy en paz con ellas. No estoy decepcionado, no me siento solo, no temo desgracias venideras. No hay nada de lo que me pueda quejar, ni hay nada de lo que quiera quejarme. Estoy donde estoy y como estoy por "méritos" propios, y lo acepto, aunque no me conformo.

Que no esté para pelis duras es solamente una medida de autoprotección. Nada más. Pero quiero ver películas contigo, de medio lado si es necesario, dentro de una lata de sardinas, en lo alto de la torre o en un sótano almohadillado. Para eso las guardo, para poderte preguntar cuál te apetece ver esta noche.

Me encantaría que me mimaras mucho, que es un mucho doble: mucho mimo y mucho me gustaría. Quisiera que lo hicieras. Casi te diría que me muero por que lo hagas.

Pero lo que no quisiera (y no sé si es por eso que tú llamas dignidad o por esto que yo llamo soberbia) es que me dediques tiempo por contrato, ni que me des ternura como salario, ni besos por gratitud, ni sexo por compasión.

Mímame, por favor. Pero sin urgencia, sin obligación. Sólo por el gusto. Que ese gusto que es mío, sólo puede ser gusto si también es tuyo.

Y si ocurre algunas tardes que me engullen los espejos y me desaparezco, apágame la luz y tápame la noche con las sábanas, que no tardaré en volver de las supersticiones.

Descuida, que nunca se me olvida quererte, nunca.



Carta a Mariana

¿Qué película te gustaría ver?
¿Qué canción te gustaría oír?
Esta noche no tengo a nadie
a quien hacerle estas preguntas.

Me escribes desde una ciudad que odias
a las nueve y media de la noche.
Cierto, yo estaba bebiendo,
mientras tú oías Bach y pensabas volar.

No creí que iba a recordarte
ni creí que te acordarías de mí.
¿ Por qué me escribiste esa carta?
Ya no podré ir solo al cine.

Es cierto que haremos el amor
y lo haremos como me gusta a mí:
todo un día de persianas cerradas
hasta que tu cuerpo reemplace al sol.

Acuérdate que mi signo es Cáncer,
pequeña Acuario, sauce llorón.
Leeremos libros de astrología
para inventar nuevas supersticiones.

Me escribes que tendremos una casa
aunque yo he perdido tantas casas.
Aunque tú piensas tanto en volar
y yo con los amigos tomo demasiado.

Pero tú no vuelves de la ciudad que odias
y estás con quién sabe qué malas compañías,
mientras aquí hay tan pocas personas
a quien hacerles estas simples preguntas:

«¿Qué canción te gustaría oír,
qué película te gustaría ver?
¿ y con quién te gustaría que soñáramos
después de las nueva y media de la noche?».

(Jorge Teiller, Para un pueblo fantasma, 1978)


Cuando en la tarde aparezco en los espejos...

Cuando en la tarde aparezco en los espejos
Cuando yo y la tarde queríamos unirnos
Tristemente nos despedimos
Tristemente nos hablamos en el espejo que disuelve las imágenes
Quién soy entonces
Quizás por un momento
De verdad soy yo que me encuentro

Quién soy yo sino nadie
Alguien que quisiera pasarse los días y los días
Como un solo domingo
Mirando los últimos reflejos del sol en los vidrios
Mirando a un anciano que da de comer a las palomas
Y a los evangélicos que predican el fin del mundo

Cuando en la tarde no soy nadie
Entonces las cosas me reconocen
Soy de nuevo pequeño
Soy quien debiera ser
Y la niebla borra la cara de los relojes en los campanarios.

(Jorge Teiller, En el mudo corazón del bosque, 1997)

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