Quiero creer que sí, que hay trenes equivocados que te llevan al lugar correcto. De hecho creo que todos los trenes, equivocados o no, te llevan al sitio exacto.
Y son los errores de otros también, no sólo los propios, los que te remueven por dentro y te llevan a un momento insospechado que te cambia el mundo, aunque padezcas a cambio llenarte el estómago de fuego.
Si no tienes a quién contárselas, las cosas se olvidan. ¿Sabes? Es tan difícil... Unas veces porque faltan palabras, otras porque sobran cosas. Aunque lo más difícil siempre me ha parecido que consiste en acertar cómo contarlas.
Y aquí me tienes intentando decir no sé bien qué, algo, una de esas cosas que, sin esperarlo, te despeluznan para que tengas sueño y te susurran para que no te puedas dormir. Una de esas cosas que cuesta trabajo traducir a otra cosa que no sean metáforas de trenes o de condimentos, cosas que sólo son visibles cuando apartas el mundo que las atraviesa y lo simplificas todo hasta dejarlo en los huesos.
Pero es que no sé cómo contarlo y hasta es posible que no tenga a quién. Porque me gustaría escribir un bello texto sobre la "tergura", que es como una salsa agridulce y anaranjada que se le echa a la vida de primavera y que le da a todo un sabor... cómo decirlo... agradable, conocido, de tu peso...
Hay tantas cosas que decir, que se empieza por lo más sencillo, por comentar los suicidios o hablar de geografía, por encontrar las cintas perdidas en una caja. Porque contar siempre comienza por mirar adentro, a eso que uno no consigue sacar ni siquiera en las veladas románticas o en la vieja escena del dormitorio, cuando te vistes de madrugada más torpemente y más triste que cuando te desnudaste, al poco de llegar oscuro como un bandido.
No doy con el tono, ni con el ritmo, la música me huye cuanto más me empeño en perseguirla por los renglones torcidos. Ya sé yo que el mundo no es así de sencillo como escribir una nota breve a un desconocido, que hay ruido de fondo en los trenes abarrotados y en el desamor cotidiano, que todo lo que decimos puede ser usado en nuestra contra cada vez que nos perjudique un veredicto, que cada palabra es el filo de las dos caras que acabamos viendo en cada espejo.
Me temo que no sé decirlo, que no sé explicar por qué la ternura y la amargura empiezan de distinto modo, pero acaban en lo mismo. Que no consigo encontrar la metáfora precisa para contar que una flor que se abre en la India puede provocar un huracán después de un concierto de Danza Invisible...
¿Será verdad que si no tienes a quién contárselas, las cosas se olvidan? Hay que contarlas y exponerse a que te ofenda que me parezcas fría, hay que contarlas y arriesgarse a la lástima de que te quedes justo después de que sea mejor que cada uno duerma en su cama, hay que contarlas y lanzarse a la ferocidad de las explicaciones infinitas...
O quizás sea mejor no contarlas para que se olviden.
¿Serás, amor...
¿Serás, amor
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el mismo encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y sólo un día.
Amor es el retraso milagroso
de su término mismo:
es prolongar el hecho mágico
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan,
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el lugar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales.
Es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara
y que lo más seguro es el adiós.
(Pedro Salinas)
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