lunes, 31 de agosto de 2015

El fin del mundo

La caldera de gas, el salón y su mobiliario adecentado, el tapete de diseño, el mal de Stendhal en una tienda de chinos y el nombre de los colores.

Pintar la puerta o cambiarla, el exámen de piano con sus teclas abrasivas, la playa intermitente y el modo estafa con masilla, el calor sofocante, las fiestas patronales y la orquesta tentaciones.

Abrillantar el suelo aunque deslumbre, tintarse el corazón con un color más jóven, el reiki contra la espalda, la cera del centro, la degustación de bizcochos, la ropa en desuso, la nueva tarjeta bancaria...

Hacienda, que somos todos, el taxi como oficio paterno, la fe del Alcoyano y su dama de Elche en mitad del palmeral, las lámparas y la verticalidad indiferente, la ausencia de Roma y, sin embargo, el laurel de noche.

En julio se puso azul la misma luna llena que ahora, inmensa, abarca el medio cielo que queda sin nublar. Y nacen niños fuera de cuenta, enloquecen adultos que mueren por asta de toro y estupidez, huyen refugiados de sus guerras, entrando por los telediarios hacia esa mezcla de crueldad y compasión que llamamos civilización.

Se oye el murmullo de los whatsapp, el crujido de los facebook, que es como una risilla nerviosa que recorre twitter a lo largo. Todo el mundo corre a ponerse a salvo y se llenan las carreteras con vehículos lánguidos y las pobres lavadoras tiemblan antes de empacharse de ropa sucia. Se preparan los abogados divorcistas para la avalancha de parejas rotas y lloramos la terrible realidad del desamor deshecho en hachazos.

Es el fin del mundo. Colisiona contra nosotros, irremediablemente, un septiembre que siempre nos pilla desprevenidos, que siempre llega demasiado pronto, que siempre huele a todo lo que nos faltó tiempo que dedicar.

Yo también hubiera necesitado una ración de caricias más, otra tarde dorada de playa, alguna mañana de churros, un paseo nocturno por la alhambra o convenir un escaparate en el que pasar las horas de más calor.

Hubiera necesitado un día más, un mes más, empezar de nuevo el verano o encontrarme un año de ventaja. Pero llega el fin del mundo y no ha habido tiempo para vivir más vida que la propia y rozar apenas la de los demás.

Todos hubiéramos necesitado algo que no sucedió porque, al fin y al cabo, vivir consiste en darse cuenta de lo que nos falta, estirar la mano para tocarlo y, muy probablemente, despreciarlo después de haberlo conseguido.

Pero llega septiembre y el mundo se acaba. Habrá que prepararse para el impacto. Colisionamos contra los días venideros, así que tendremos que agazaparnos esta noche protegidos por la cama de siempre y, bien temprano, preparar un informe de daños y una lista de las cosas que se han roto.

Y, lo más duro de todo: saber que sobreviviremos sin ellas.


El combate por la luz

De tanto ver la luz hemos perdido
la recta proporción de ese milagro,
que otorga a la materia su volumen,
contorno fiel al mundo que queremos
y límite a los puntos cardinales.
A fuerza de costumbre, hemos dado en creer
que es un merecimiento, cada día,
que el día se levante en claridad
y que se ofrezca límpido a los ojos,
para que la mirada le entregue un orden propio,
distinto a los demás, y lo convierta
en nuestra inadvertida obra de arte.
Hay una ingratitud consustancial
al hecho de estar vivos, un intrínseco
poder de desmemoria, y nos impiden
brindar a cada instante el homenaje
que cada instante de verdad merece,
por su absoluta magia de estar siendo,
en vez de no haber sido en absoluto.
Con cada amanecer dubitativo,
con cada tumultuoso amanecer,
la luz arrasa el reino de la noche
y emprende su combate. En el confuso
magma de oscuridad, con cada aurora
triunfa la exactitud de cuanto existe
sobre la vocación de incertidumbre
que tienta con su nada a lo real.
En toda madrugada se renueva
un conjuro de origen, esa fórmula
que impuso el movimiento al primer día.
Somos testigos, en el alba pura,
del trono en que la luz alza su reino
y lo concede intacto a cualquier súbdito.
Conviene contemplar la luz con más paciencia,
brindarle una atención encandilada,
el sumiso homenaje con que un bárbaro
descubre reverente en su aventura
la tierra que jamás ha visto nadie.

(Carlos Marzal)

viernes, 28 de agosto de 2015

Playa y pastores

Tengo que decir que pasan cansinos los días de verano entre el vaivén de las olas y el ritmo de la brisa. La vida parece tomarse un respiro de la agitación frenética a que nos tiene acostumbrados. Tal vez, un resoplido, que intenta en vano remediar el calor sofocante de los mediodías y el bochorno agazapado por las noches dentro de las casas.

El mar es, al mismo tiempo, el centro y el paisaje de un devenir indeciso que pasa despacio, como no sabiendo si irse o si quedarse, bailando al son de vientos juguetones, pero siempre con su misma estampa, en su misma parsimonia.

Tengo que decir que está frío este rincón el Mediterráneo y me recuerda al entrar en su seno que no soy criatura de agua, sino de fuego. Más tarde, a fuerza de insistencia, las olas me abren un hueco y parecen aceptarme. Pero siempre seré un invitado molesto y al menor descuido la lengua del mar me empuja con su termómetro roto, como esperando que desista de mi intento.

Me siento en la playa, felizmente derrotado, y el mar se tumba tranquilo alrededor del horizonte. Me quedo embriagado con su aroma azul a viaje lejano, con su incansable y sutil forma de lamer la tierra, con el caos de remolino que juega a filtrarse en la arena despeinando la tierra para, en el instante siguiente, volver a alisarle el pelo.

Abre la boca la ola que gruñe, arrasando las pisadas que dejaron los pies errantes sobre el terno mojado de la blandura. Y cuando se retira el tirabuzón de espuma, llega el silencio concreto tras el estallido momentáneo del susurro, la calma después del torbellino, el orden camuflando el caos que lleva dentro. Se borra la pizarra fugaz del pasado y ya no importa quién pisó la playa, ni cuando, ni por qué; porque en el mar del tiempo, todos los rastros duran un soplo, dos latidos, tres parpadeos.

Tengo que decir que la memoria salada del mar lo olvida todo, lo borra todo, lo tapa todo. Se traga los gritos de los náufragos, el bautismo de las niñas y las huellas del tiempo. Ahoga el llanto de los que una vez anduvieron por el otro lado y que, ahora, pasan a mi alrededor intentando vender vestidos a bajo precio.

Pero no es melancolía ni tristeza, sino retorno, lo que rezuma el mar por todos sus poros. Tengo que decir que nos llevamos su arena en las chanclas, sus caracolas en el oído, sus conchas en los collares y su sal en la piel que va tornándose de color oscuro aunque no con la rapidez que quisiéramos. Mas nada le preocupa, porque sabe que un día todo lo que se le arrebató alguna vez, en alguna vida, le será devuelto junto con el secreto de los ciclos que regresan a su punto de inicio.

Dichosa sal que transforma en comunes las tarde, bendita arena que es tiempo regalado sobre la espalda, preciosa piel desnuda cuando se hace cotidiana. Tengo que decir que también me traigo la caracola de los pastores con todos los "tengo que decir" enrollados en espirales que, tal vez, tú escuches cuando te acerques estas letras al oído.


Horizontal, sí, te quiero...

Horizontal, sí, te quiero.
Mírale la cara al cielo,
de la cara. Déjate ya
de fingir un equilibrio
donde lloramos tú y yo.
Ríndete
a la gran verdad final,
a lo que has de ser conmigo,
tendida ya, paralela,
en la muerte o en el beso.
Horizontal es la noche
en el mar, gran masa trémula
sobre la tierra acostada,
vencida sobre la playa.
El estar de pie, mentira:
sólo correr o tenderse.
Y lo que tú y yo queremos
y el día - ya tan cansado
de estar con su luz, derecho -
es que nos llegue, viviendo
y con temblor de morir,
en lo más alto del beso,
ese quedarse rendidos
por el amor más ingrávido,
al peso de ser de tierra,
materia, carne de vida.
En la noche y la trasnoche,
y el amor y el transamor,
ya cambiados
en horizontes finales,
tú y yo, de nosotros mismos.

(Pedro Salinas)



domingo, 23 de agosto de 2015

Posibilidad de flores

Me gustaría escribir una noche con posibilidad de flores, esculpir un brindis que alce una copa dulce sobre el destino y la arroje después a la chimenea, rodar un sueño con el móvil y subirlo a alguna clase de nube con todos mis nombres impresos en los títulos de crédito.

Al fin y al cabo, la materia de la vida es intangible y, se use el método que se use para retenerla, es tan inútil como cualquier otro. Se lance el sortilegio que se lance, al doblar la siguiente esquina, la princesa y el sapo cambiarán de papel y de cuento, y volverán a encontrarse o no en el abismo de un beso.

Porque la realidad dura un instante que viene empujado por el siguiente. Después de un día, aparece otro diferente y concatenado. Más allá de cada abrazo, de cada dedo que surca una piel con arrugas, más allá de cada palabra repetida al oído, queda una puerta que suena a hueco al cerrarse.

Pero el futuro es incesante --una víspera infinita nos tiene atrapados en su telaraña-- y el deseo es débil excusa contra la siguiente línea del código que el caos ejecuta mientras se derrite, como un terrón amargo de incertidumbre, en un centímetro de mar.

Ya no sé si poner en palabras los sueños es traicionarlos, pintarles una diana en la espalda, delatarlos al departamento de decepciones venideras; o lavarse los ojos y los labios antes de la próxima tormenta de arena que está esperando en las manecillas del reloj. Ya no sé hasta dónde hubieran subido las burbujas que explotaron al tocarlas con dedo de niño y que salpicaron una vida adulta que nunca consigo recordar exactamente como fue.

Aunque a estas alturas del desencanto, no me parece justo tanto anunciar el tercer acto y no plantear siquiera el nudo. Dejar que todo lo escrito se resuelva en gancho, en promesa de jugoso cotilleo que antecede a la publicidad.

No me arrepiento de haber comenzado lo escrito, no me arrepiento de haber escrito el comienzo, no me arrepiento, tampoco, de haber imaginado antes de tiempo varios finales abiertos y sin corazón. No me arrepiento de ninguna palabra de las que te he susurrado al oído.

Es sólo que me gustaría que, alguna vez alguien, me las dijera a mí a su modo crudo, en su idioma de no tener mano para las macetas. Que me ofrezcan coger una rosa por el trozo sin espinas, o una margarita trucada, que tenga los pétalos contados para acertar.

Que alguna vez alguien me reviente una metáfora en el pecho que pinte mis ojos más verdes y traidores de lo que son.

Y, en fin, que me gustaría escribir una noche con posibilidad de flores, aunque sé que pronunciar los deseos en voz alta los convierte en piedra y ya no puedes fiarte de ellos.


Destino

Matamos lo que amamos. Lo demás
no ha estado vivo nunca.
Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere
un olvido, una ausencia, a veces menos.
Matamos lo que amamos. ¡Que cese ya esta asfixia
de respirar con un pulmón ajeno!
El aire no es bastante
para los dos. Y no basta la tierra
para los cuerpos juntos
y la ración de la esperanza es poca
y el dolor no se puede compartir.

El hombre es animal de soledades,
ciervo con una flecha en el ijar
que huye y se desangra.

¡Ah! pero el odio, su fijeza insomne
de pupilas de vidrio; su actitud
que es a la vez reposo y amenaza.

El ciervo va a beber y en el agua aparece
el reflejo de un tigre.
El ciervo bebe el agua y la imagen. Se vuelve
- antes que lo devoren - ( cómplice, fascinado )
igual a su enemigo.

Damos la vida sólo a lo que odiamos.

(Rosario Castellanos)

martes, 18 de agosto de 2015

Importancia

Escribir es mi manera de pensar. Mi modo de estar
en el mundo, con el mundo y conmigo mismo.
FELIPE BENÍTEZ REYES


Tengo que reconocer que no soy de los que tienen un alto concepto de la verdad. Me la tomo con precaución y entrecomillada, y acto seguido paso a olvidarla para que no se me indigeste cuando se pudra, las circunstancias la trituren y el devenir de la intrahistoria digiera sus nutrientes y nos devuelva lo demás.

Las que yo digo, me temo que tampoco resisten ni siquiera el embate de la primera revisión de la memoria. Se podría pensar entonces que miento, si mi verdad no se sostiene después de un análisis concienzudo, o si se desmorona al pasarle por encima una ola de calor.

Yo mantengo que es verdad, tan verdad como cualquier otra verdad de cualquier otra persona. Una verdad a lápiz, sí, pintada con trazos gruesos cuyo detalle queda desdibujado y en entredicho debajo de una lupa escolar.

Que es verdad a medias, me dicen, y que esa es la peor mentira, añaden. Supongo que lo dicen desde alguna verdad inamovible que a mí me cuesta mucho entender en esta vida cuántica que me transcurre por debajo de la piel.

Ni siquiera es verdad que la verdad no existe --aplicando el razonamiento al razonamiento mismo--, que sólo existe el convencimiento. Contar los hechos es traducir a palabras nuestro modo de mirar el mundo. Ni siquiera es cierto que cada quien cuenta la película como la ve, sino que la ve como la cuenta.

Por eso puedo decir que no me importa no dormir. O cambiar de ubicación el pijama para que el calor de algunas noches pueda disiparse frente a una ventana.

Que tampoco me importa saltarme la dieta y cambiarla por otra, hacer veinte kilómetros de coche para volver a hacerlos al rato en sentido contrario o salir con "fresca" diciendo adiós a la siesta del sofá para explorar Shangai y Beijin.

Por eso puedo decir que no me importa intentar otros caminos que me conduzcan a Roma, o inventarme de nuevo en estas letras para que tus ojos se fijen en mí.

Puedo decir que es verdad que no me importan esos movimientos. Pero mi verdad es más endeble que potente, como una metáfora de andar por casa, y también podrías decir que es mentira. 

Porque sí me importan. Si de verdad no me importaran --si no me importaras--, no los haría.

Otra cuestión es que, quizás, no sirvan para nada y sea un asunto inútil el de la importancia.


Teoría de la verdad

La verdad es que nada
de lo que yo quería
ha buscado mi techo
más de lo necesario,
ni remedió mi suerte
mejor que la tristeza.
Lo cierto es que no tuve
la verdad por delante
sino era en el fracaso
repentino, tras muchas
ilusiones gastadas.
Ahora no es distinto
lo falso de lo cierto,
ni me es imprescindible
averiguarlo. Busco
todo cuanto quería
que me hubiese buscado.

(María Sanz)



Apunte cotidiano

Esto que escribo ahora es un minúsculo
ensayo de mi vida,
solamente un intento
de llamar a las cosas por su nombre,
a los días de luz por su tristeza.
Esto que escribo ahora no tendría
la menor importancia, si no fuese
porque hay alguien que sigue
siendo mi punto de partida, el punto
que pongo en tantas íes como quedan
en pie tras un amago
de libertad con él, tras este intento
de ensayarme en su ausencia de mi vida.

(María Sanz)

domingo, 16 de agosto de 2015

Diez mandamientos

Encontrar otro modo de ver como pasan los días. Cambiar de libro la contabilidad y anotar en ella sólo los abonos, ignorando lo que cuesta conseguirlos.

Inventar cada día al menos una frase que contenga virtudes del otro, ignorando que todo será mentira tarde o temprano.

Saludar con alegría, poner entusiasmo en las horas comunes, sacudirse la pereza y expulsarla del sofá, ignorando que toda rutina primero pareció maravilla.

Añadir al vocabulario las palabras que alguna vez nos salvaron la vida y volverlas a poner de moda, ignorando que las medicinas pierden su efecto si se toman en demasía.

Equivocarse por exceso, decidir en primera persona, ignorando que tal vez el otro no sea capaz de oponerse.

Dividir las respuestas en síes y noes, desterrar los "me da igual", los "como quieras" y la tibieza, ignorando que tal vez, una hora más tarde, haya que desdecirse y dar marcha atrás.

Pedir explicaciones y pedir que no sean largas, ignorando que posiblemente todo el mundo se pone a la defensiva.

Cambiar las horas jazztel por minutos del brillo de la piel a la luz de telecinco, ignorando la incomodidad y el regreso solitario.

Agradecer al pasado que haya pasado, agradecer el presente justo cuando está sucediendo, confiar en lo venidero como si fuese a ocurrir, ignorando que las ruinas siempre acaban llegando a tiempo.

Responder con pasión a la pasión, y no con compasión. Ignorando, en fin, que lo único que no cansa es aquello que se acaba.

Estos diez mandamientos, se resumen en dos:
Que la ignorancia es la fuerza y que es muy atrevida...
Y que la vida es del color del cristal con que se mira a quienes tienes a tu lado.



los teléfonos debieran ser parte
                             de la poesía
-la poesía está llena de recuerdos-
Hoy, una llamada solitaria
hizo rodar de nuevo el pasado a mi falda.

Se murieron tres años
                                casi cuatro.

Un bigote se movió sobre unos labios
murmurando
cosas triviales, de todos los dfas
que cómo están los niños,
si al fin me voy a Francia
que la perra tiene
                             tres cachorros
que cómo creció Carlos.

Y el teléfono de ayer me dijo
Cuánto te quiero.
Cuánto te extra no.

(Ana María Rodas)



Mendiga voz

Y aún me atrevo a amar
el sonido de la luz en una hora muerta,
el color del tiempo en un muro abandonado.

En mi mirada lo he perdido todo.
Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay.

(Alejandra Pizarnik)

jueves, 13 de agosto de 2015

Comer perdices

"LA GUERRA ES LA PAZ"
1984 - George Orwell


A fuerza de comer perdices, a Cenicienta le dio por engordar mórbidamente. Añoraba quizás, su antigua soledad. Una soledad de tareas domésticas y hermanastras, sí, pero con esperanza de encontrar otra vida.

La de ahora, en cambio, era una soledad de multitudes en las calles y camas inmensas y asoladas por la ausencia. El príncipe dejo de ser príncipe y se hizo de sapo y hueso, como todos los seres humanos cuando olvidamos aquel estupor primero, aquella adrenalina corriendo venas abajo.

Como adictos a una sustancia, aquellos abrazos de 5 segundos, que eran el mundo condensado, dejaron de bastar y ahora ni siquiera merecen el esfuerzo de levantarse del chaise-long para buscarlos.

A fuerza de comer perdices, Juan sin miedo conoció los celos, el desencanto y la lamentable costumbre de su amada de acostarse muy muy temprano.

Templado su carácter a base de solucionar peligrosas pruebas de valor e ingenio, habituado a explorar los castillos encantados de la noche, experto en burlar los hechizos de las brujas y los zarpazos de los ogros,  no supo asimilar que tocaba hacer el amor los jueves terceros de mes y que los sábados pares había que comer en casa de los suegros.

A fuerza de ganar batallas y conquistar civilizaciones, Alejandro Magno no resistió el veneno que venía acompañando las perdices. Después de haber esquivado siete mil flechas que le lanzaron sus guerras, no vio venir a los siete traidores que le lanzó la paz.

Tampoco el samurai supo nunca aliviar esa taquicardia inoportuna que le daba a media mañana, después de llevar 3 horas sin nada que hacer en el jardín que le regaló su Señor en pago a las veces que le salvó la vida su espada.

Los enemigos, pronto se vuelven comunes. Y cuanto más comunes se ven, más fácil es acercarse y cerrar filas y poner la mano en el hombro. Pero --y es que no me acuerdo del título del cuento-- cuando desaparece el enemigo, uno descubre en el compañero esa mirada de incredulidad, de hastío, de desapego, cuando la broma no se soporta o se toma al pie de la letra lo que antes era una preciosa metáfora.

La guerra es la paz porque hace falta un adversario para la felicidad. Y si no está fuera --así somos los seres humanos--, entonces lo buscamos dentro, convirtiendo nueve meses de acercamiento en veinte años de matrimonio.

"Si hubiera una guerra", le dijo, ahora sabe que con muy mal gusto, "que me pille a tu lado. Pero no sirves para la paz". Aparte de algunas cuestiones médicas y de domicilio, de lo siguiente que hablaron fue de los términos de un divorcio que ahora le parece lejanísimo.

Amar el desenlace, pero adorar la trama. Comer perdices, bueno... ¿por qué no?... Pero no dejar que se convierta en el final de los cuentos.


Como el primer cigarro...

Como el primer cigarro,
los primeros abrazos. Tú tenías
una pequeña estrella de papel
brillante sobre el pómulo
y ocupabas la escena marginal
donde las fiestas juntan la soledad, la música
o el deseo apacible de un regreso en común,
casi siempre más tarde.

Y no la oscuridad, sino esas horas
que convierten las calles en decorados públicos
para el privado amor,
atravesaron juntas
nuestras posibles sombras fugitivas,
con los cuellos alzados y fumando.
Siluetas con voz,
sombras en las que fue tomando cuerpo
esa historia que hoy somos de verdad,
una vez apostada la paz del corazón.

Aunque también se hicieron
los muebles a nosotros.
Frente a aquella ventana -que no cerraba bien-
en una habitación parecida a la nuestra,
con libros y con cuerpos parecidos,
estuvimos amándonos
bajo el primer bostezo de la ciudad, su aviso,
su arrogante protesta. Yo tenía
una pequeña estrella de papel
brillando sobre el labio.

(Luis García Montero)

miércoles, 12 de agosto de 2015

A propósito de los conectores

Si los componentes están bien, son nuevos, recién comprados; si las clavijas están en su sitio, si los tornillos han sido correctamente deslizados en sus tuercas y apretados con precisión; si no se ha ido la luz y el enchufe está conectado... ¿Por qué no funciona el ordenador?

Veamos, calma, el razonamiento es correcto, deduzcamos... Alguna parte del rompecabezas electrónico debe faltar o sobrar. Ensayemos, quitemos cosas de una en una y probemos a encender. Tiene que dar resultado, es un algoritmo de proceso y, por tanto, llegaremos a la solución.

¡Bingo! Faltaba eso, un enchufito pequeño que casi ni se veía a media tarde, pero que a la una de la mañana ha relucido como una lágrima de San Lorenzo.

El párrafo está bien, los adjetivos concuerdan con los sustantivos, el tiempo de los verbos es el preciso, las comas están en su sitio... ¿Por qué no entiendes el mensaje?

Veamos, calma... Alguna parte de lo escrito sobra o falta. Quitar y poner frases de una en una y ver el efecto sucesivo.

¡Bingo! Faltaba un enchufito pequeño, un para qué que se había quedado suelto, un doble sentido que chirriaba, una indefinición ante la incertidumbre. Faltaban medio kilo de palabras con que aumentarse de talla los textos.

Si hablamos en dos idiomas diferentes, si el detalle es más importante que la intención, si la ambigüedad fue creada para rechazar el control y darle la bienvenida a la duda, si no se mueve ni una hoja del árbol durante meses, si cada sofá tiene las horas contadas y las vidas se van alejando, disjuntas... ¿Por qué no se apaga el amor?

Veamos, calma, el razonamiento puede ser correcto o incorrecto, pero los sentimientos no se miden en tautologías ni en amperios, deduzcamos... Algún conector tiene que funcionar bien. Añadamos y quitemos besos, noches conjuntas, viajes al centro del sol, días nublados y algún programa de telecinco, y veamos el efecto.

¡Bingo! Faltaba texto. Faltaba misterio. Faltaban mundo y sueño, realidad y ficción, egoísmo y deseo. Faltaba brújula para no perderse en la traducción.

Pero hay un conector que sigue latiendo. Aún no hemos averiguado cual.

Ni en que idioma está.


Las claras palabras

Hay más polen en el aire que en las flores
esta tarde y cualquier certeza
depende del gesto con que la aceptemos.
Tan dulcemente como decirte algún secreto
al oído y sentir que la piel
se te enciende otra vez de deseo.
Cuando cese el viento, la noche, con lentos pasos,
nos devolverá el espacio de los sueños
casi perdido pero aún meciéndose
en los confines del cuarto.
Será entonces el momento de decir las claras
palabras tan sabidas, las mismas
palabras con que hemos compartido
por igual, quizá sin saberlo,
destinos oscuros y brillantes sorpresas.

(Miquel Martí y Pol)


Solo tú

Debe de estar muy lejos el mar, o tal vez
ya no hay mar y la palabra es sólo una
argucia. Tantas palabras han perdido
su peso y su grosor, que no me atrevo a cerrar
los puños con la fuerza de antes, por miedo
a sentir todo un mundo que se desmenuza.
Debe de estar muy lejos el mar, y aquella casa
que siempre he imaginado bajo la lluvia
y la gente a la que no veo. Debe de estar muy lejos
la gente a la que nunca veo, o tal vez
han muerto y yo no lo sé y los pienso
inútilmente vivos. Deben de estar lejos
los árboles y los pájaros, el río, la espada
que corta el viento y el barro de las roderas.
y sólo tú estás próxima y te siento,
inmóvil y expectante, justo detrás
de tantas puertas que ningún pestillo cierra.

(Miquel Martí y Pol)

martes, 11 de agosto de 2015

Volver a empezar

Desde la primera vez que escuché la canción, adiviné que necesitaba escribir todo lo que he escrito. Las siguientes veces, detenido sobre las rimas de su letra, creí entender el motivo de tal necesidad, aunque ahora sospecho que sólo entreví una de las mil caras del prisma.

Sucede, y ahora lo sé -- quizá entonces también lo sabía, pero no quería creerlo--, que ningún efecto tiene una sola causa, que toda causa produce residuos; que ambos, causa y efecto, intercambian sus papeles en la química del corazón y en la mecánica de la cabeza.

Que de tanto mirar las estrellas por el telescopio para soñar con el sur, se olvida la mano que siempre coge el teléfono; que tanto aguzar la vista sobre el horizonte y sobre la utopía, disipa el efecto del párrafo cotidiano contado entre risas; que el ruido de las tareas que uno tiene apuntadas en la lista estropea la melodía de cualquier canción.

Que cuando la agenda se agita, las primeras en caer al suelo, para todos, siempre son las mismas citas. Que si lo difícil se olvida al conseguirlo, lo sencillo se convierte en rutina. Que el roce, al mismo tiempo, alimenta el afecto y lo destruye. Que es de aquellas mariposas del estómago de donde vienen ahora los gusanos.

Y que la distancia es el olvido. No te creía, pero ahora sí, lo confieso. Aunque seguimos sin estar de acuerdo: porque tú cantas que los kilómetros son la sustancia del olvido, pero yo afirmo, rotundamente, que los asesinos de la memoria son los milímetros.

Entre el horizonte y el sofá, entre la realidad y la ilusión, entre mi idioma y el tuyo, he perdido el sitio. Y lo ando buscando otra vez por aquí, en este modo de encontrar palabras que decirte al oído.

No sé si lo conseguiré, pero espero poder volver al origen, a empezar por el principio, repitiendo lo primero que dije hace 100 textos: que, sin ti, ya no me gusto.

Quiero escribir palabrasquedecirtealoído para que me inventes bien, no vaya a ser que, luego, también deje de gustarme yo, contigo.



No rechaces los sueños por ser sueños...

No rechaces los sueños por ser sueños.
Todos los sueños pueden
ser realidad, si el sueño no se acaba.
La realidad es un sueño. Si soñamos
que la piedra es la piedra, eso es la piedra.
Lo que corre en los ríos no es un agua,
es un soñar, el agua, cristalino.
La realidad disfraza
su propio sueño, y dice:
”Yo soy el sol, los cielos, el amor.”
Pero nunca se va, nunca se pasa,
si fingimos creer que es más que un sueño.
Y vivimos soñándola. Soñar
es el modo que el alma
tiene para que nunca se le escape
lo que se escaparía si dejamos
de soñar que es verdad lo que no existe.
Sólo muere
un amor que ha dejado de soñarse
hecho materia y que se busca en tierra.

(Pedro Salinas)