sábado, 24 de octubre de 2015

Maneras de ponerse a salvo

No dormir acompañado por si se ronca fuerte, no soñar despierto por si se desvanece el milagro, no asomar la cabeza por si encontramos la bala perdida.

No presumir de lo bailado -ya se sabe, por si nos lo quitan-. No cometer otra vez los mismos errores por si al final resulta que no producen los mismos efectos y no éramos nosotros los equivocados.

No engordar ni un solo gramo por si luego no damos la talla precisa en el escaparate y nunca, nunca, nunca, bajo ningún concepto, permitirnos salir mal en la foto.

No reír por si luego se llora y no llorar por si las lágrimas inundan el refugio del puente cuando llegue la tormenta con su aparato eléctrico.

Nada de excesos, que luego se sopla; nada de sexo, por si luego duele. Ni una sola palabra que no sea amarga, porque las dulces son contratos que vencen antes de que acabe el plazo.

Dar sólo lo que sobra, guardar para el futuro, aunque no sepamos qué nos hará falta. Esperar pacientemente a que tropiecen los otros para saber cuál de los caminos tomamos.

Esconderse entre la multitud para despistar a los asesinos con buena memoria. Sufrir en nombre de todas las víctimas de todos los naufragios conocidos, por si acaso nos desgrava del dolor total que nos corresponda.

Hacer caso a los adultos, cumplir las normas, prestarse sin compromiso a las causas y pedir cada noche pase de pernocta. Meter sólo un pie en el jardín, nadar y guardar la ropa que ya no es de la temporada. Antes de entrar, tener programada la salida de emergencia. Empezar por el plan B.

Huir de todos, huir de uno mismo, huir de los principios y de los finales, huir de todo sin que se note cómo mengua el tarro de las pastillas, conformarse con poco y ser como los demás.

Sin embargo, me temo que no es suficiente estar prevenido. En esta vida, no hay sitio donde ponerse a salvo. No puedo hacerte caso, Adriana.

Porque no puedo ni quiero ponerme a salvo, pero sé que hay hombros en los que echarse, que me permiten recobrar el aliento. Por eso ya pienso en mí cuando empleo tiempo en reanimarlos, sin saber hacer el boca a boca, sin saber llover sobre mojado.


domingo, 11 de octubre de 2015

El jardín de las Delicias

Me encanta ese cuadro. Tiene algo hipnótico, una luz antigua atrapada en sus colores. Los personajes parecen moverse cuando no los miras y, en el momento en que vuelves la cabeza, se quedan parados en mitad de la fiesta.

Me encanta ese cuadro. Si acaso, quizás debería el autor haber atemperado un poco a pastel sus contrastes de verde. Así las escenas tendrían un halo de sueño interrumpido, un tal vez pintado al óleo en sus caras.

Pero me encanta ese cuadro, me gusta mucho. Desde que me fijé en él, por eso de las casualidades de la vista, me pareció profundamente atractivo. Aunque, en realidad, el agua oscura debería ser más gris en tanto que metáfora, quizá el cielo menos azul, puede que estuviera mejor sobre un paisaje menos llano.

Me encanta ese cuadro y me gustaría aún más si los desnudos fuesen más explícitos, si el aroma a incienso que parece quemarse en el panel derecho cuando entornas los ojos, fuese más lavanda, más anís, más néctar.

Me encanta ese cuadro, si bien hay que reconocer que ese modo naif y daliniano no le favorece nada al mensaje que expresa, a la contradicción que propone; que, por otra parte, no es tan contradictoria ni tan expresiva como si hubiese centrado la acción en unos pocos personajes, en lugar de mostrar un crisol de multitudes todas conscientemente distintas.

Me encanta ese cuadro, aunque creo que no debería ser un tríptico. Quedan como aislados los mundos, se satirizan mutuamente y se estorban. Habría que reunirlo todo en un solo lienzo, en una única mirada.

Me encanta ese cuadro, pero, la verdad, sobran escenas que restan atención al paisaje, en unos casos, y a la trama en otros.

Me encanta ese cuadro. Sin embargo, echo a faltar el blanco, con lo que a mí me pone el blanco, entendiéndolo como infinito, como karma, como zona sin límites que extiende la pintura más allá del marco, hacia las paredes y la vida.

Me encanta ese cuadro. Y el hecho de que haya cosas que yo le cambiaría, la realidad cruda de las pinceladas que desentonan en mi concepto de jardín o el pequeño detalle de que es demasiado grande para mi casa, no impiden que me encante ese cuadro.

Me encanta ese cuadro como yo lo veo, sin necesidad de ser perfecto, sin la obligación de ungirlo con agua bendita antes de tocarlo, sin que tenga que ser exactamente como a mí me gustaría.

Me encanta ese cuadro, me encanta, me encanta. Lo que no termino de tener claro, es si yo le gusto a él, así, como soy.



El jardín de las delicias

Flores, pedazos de tu cuerpo;
me reclamo su savia.
Aprieto entre mis labios
la lacerante verga del gladiolo.
Cosería limones a tu torso,
sus durísimas puntas en mis dedos
como altos pezones de muchacha.
Ya conoce mi lengua las más suaves estrías de tu oreja
y es una caracola.
Ella sabe a tu leche adolescente,
y huele a tus muslos.
En mis muslos contengo los pétalos mojados
de las flores. Son flores pedazos de tu cuerpo.

(Ana Rossetti)

sábado, 10 de octubre de 2015

Aprender a respirar

"Si he llegado a los cincuenta y dos", decía el monologuista satirizando enseñanzas sobre la respiración, "no lo habré hecho tan mal". Y yo me reí profundamente, como cuando se está convencido de tener razón y saber el camino de vuelta a casa.

Pero luego pienso que están los viajes a América, los paseos en barca por el Nilo, la fiesta de la cerveza alemana, y ya no sé si con otra manera de respirar habría llegado yo, no más lejos, no, pero jadeando más fuerte entre tus manos, con tu palabra vida acampando en mi concepto de noche, con un puñado más de arrugas tuyas marcadas en mi cara.

Quizás aún esté a tiempo y pueda encontrar el mecanismo para aprender a respirar de otro modo, como si hubiera esperandome una tirolina de mi talla, como si una hora perfectamente escrita en un poema pudiera devolverme la tinta perdida, como si una lágrima imposible pudiera reconvertirse en gota de sudor.

Según parece, aprender a respirar no es difícil. Se trata de acoger con el diafragma los días venideros lentamente, mientras se relajan los hombros y se mantiene la boca cerrada para que nos dé en la nariz el pálpito de los acontecimientos, y poder filtrar los problemas adecuadamente y templar el gas para que pierda su temperatura de soledad.

Hay que guardar nervios, alegría, miedo, en el abdomen -también, por supuesto, las mariposas-. Irlo llenando despacio para luego extender el pecho contra la rutina de respirar de prisa y masticar a medias las palabras.

Aguantar así unos segundos la, llamémosle realidad, y proceder después a expulsarla poco a poco, apretando no los dientes, sino la barriga, para que no se quede en los pulmones y nos oxide el corazón, sino que vuelva al sitio de donde ha venido.

Y, aunque no lo dicen los manuales, supongo que toca vivir sin aire el instante anterior a la siguiente inspiración correcta. Sencillo, todo muy sencillo y, si se entrena con constancia, acaba haciéndose sin pensar.

Pero es sólo que algunas veces corro, me desvelo, me palpita el corazón a medianoche o me atraganto con recuerdos. Pero es que algunas veces la nariz se deprime, la garganta se irrita, el pecho se envalentona y el vientre se acobarda. Pero es que, algunas veces, hay que tragar saliva antes que aire o cantar frente a la oscuridad para ahuyentar el miedo.

He buscado por todas partes, porque me parece muy extraño que, en una buena respiración, no quepa un beso; pero ninguna disciplina se pronuncia al respecto. Tampoco se mencionan las verdades cuánticas del sexo -esas que son y no son al mismo tiempo-, ni la gama de olores a la que estamos adscritos por cuestiones de nacimiento.

Aunque parece claro, parece muy claro después de estudiar todas las técnicas de mejora personal, budismo, reiki, yoga... que lo que nos impide respirar bien, lo que estropea el mecanismo de la respiración perfecta, son las palabras.

Las palabras son las que nos matan, lentamente; también las escritas, pues, si es difícil aprobar la asignatura de la respiración diciendo te quiero en un teléfono helado, escribirlo con pulso firme en una sábana es ponerlo a los pies de la memoria y de sus caballos blancos.

Las palabras nos matan, lentamente, porque no nos dejan respirar adecuadamente. Las palabras que decimos, claro; pero, sobre todo, las palabras que nos dicen son las que más nos agitan el ir y venir de aire.

Y sigo sin saber si con otra manera de respirar habría llegado yo, no más lejos, no, pero arrugándome más fuerte entre tus manos, con tu palabra noche acechando mi concepto de vida, con un puñado más de jadeos tuyos en mi cara.



-Ayer estuve observando a los animales y me puse a pensar en ti. Las hembras son más tersas, más suaves y más dañinas. Antes de entregarse maltratan al macho, o huyen, se defienden ¿Por qué? Te he visto a ti también, como las palomas, enardeciéndote cuando yo estoy tranquilo. ¿Es que tu sangre y la mía se encienden a diferentes horas? Ahora que estás dormida debías responderme. Tu respiración es tranquila y tienes el rostro desatado y los labios abiertos. Podrías decirlo todo sin aflicción, sin risas. ¿Es que somos distintos? ¿No te hicieron, pues, de mi costado, no me dueles? Cuando estoy en ti, cuando me hago pequeño y me abrazas y me envuelves y te cierras como la flor con el insecto, sé algo, sabemos algo. La hembra es siempre más grande, de algún modo. Nosotros nos salvamos de la muerte. ¿Por qué? Todas las noches nos salvamos. Quedamos juntos, en nuestros brazos, y yo empiezo a crecer como el día. Algo he de andar buscando en ti, algo mío que tú eres y que no has de darme nunca.

(Jaime Sabines)

domingo, 4 de octubre de 2015

La vida consiste en complicársela

Que la vida consiste en complicársela, es una idea que he repetido en mis conversaciones de bar durante mucho tiempo. Tanto, a tanta gente, que me sorprende darme cuenta de que nunca la he escrito. O, si lo he hecho, ha sido sin venir a cuento, y las cosas que no vienen a cuento empiezan extrañando, pero terminan en el olvido.

Escribir un libro, construir una casa, cambiar los muebles... Cuidar de un enfermo, de unos niños, de un perro, de un amor... Colaborar en una ONG, apuntarse a un partido o hacerse sindicalista, preparar una exposición o un discurso... Invitar a comer a tus amigos y cuadrar agendas y tirar de horno...

Y no, como su propio nombre indica, complicarse la vida no resulta sencillo. Se sufre, se trabaja, se duda. Uno se ilusiona para después decepcionarse, imagina globos para que luego la realidad los desinfle, y esto es lo más terrible, poco a poco, casi sin que uno pueda percatarse sino cuando ya van precipitados a tierra.

Y en este epígrafe incluyo también que sean tus cómplices quienes te la compliquen. Por que, al fin, tenerlos es la mayor de las complicaciones y hay que bendecir cualquier cosa que venga de ellos, aunque son muchas las veces que renegamos de sus efectos.

No es una cuestión de azar, como algunas voces apuntan sin gana, sino de voluntad porque, del mismo modo que el presente dura un segundo, del mismo modo que la caricia se extingue al despegar la mano del torso, el azar sólo dura un instante: a partir de que uno se enamora de quien le ha tocado en el bombo, a partir de que el otro parece receptivo, todo lo demás es remar contra corriente, como demuestra el historial de fracasos que todos podríamos exhibir después de dos copas.

Por eso, lo verdaderamente interesante sucede cuando uno quiere complicarse la vida con otro alguien que quiere, al mismo tiempo, complicársela contigo. Y digo interesante, y no digo maravilloso, porque tras la complicación sobrevienen los silencios, los desencantos, los desencuentros... Cuando los hilos esán sueltos ya no se disfruta hablando de nudos, cuando se puede elegir entre cava o ginebra, parece mentira que una vez se tuvo sed y se bebió en un charco o en el interior de un coche asesinado por los ojos de los transeuntes.

Y no digo maravilloso, pero digo interesante, necesario, vital, urgente. Levantar reglas y bajar barreras, revolver la mochila que cada uno traía en su espalda, llenarse del barro que el otro salpica y quedarse manchado para siempre de otras maneras de ver el mundo. Entender que no se entiende, recordar que todos los caminos conducen a Roma excepto el que hemos tomado, desvelarse por las noches con una lágrima de despedida en la mejilla y luego resucitar de entre los olvidados cuando te lanzan un guiño por entre la multitud.

Que la vida consiste en complicársela es un pensamiento alegre, es un deseo plácido, es una certeza que yo tengo. Aunque no le quita hierro al hecho de que no todo el mundo quiere complicársela contigo.

Y a esos, a pesar del sabor a óxido que se queda en los labios y porque la vida consiste en complicársela, no hay más que despedirlos con respeto, agradecerles su tiempo, desearles mucha suerte y alegrarse por ellos cuando, esa vida que no quiso complicarnos, nos los devuelva al doblar una esquina y nos digan sonriendo que todo les va sobre ruedas.

Porque la vida consiste en complicársela, a veces, con alguien; otras veces, sin ese alguien.



FRÍO COMO EL INFIERNO

Roma, 1995

Estamos en invierno y esto es Roma
y tú no estás.
                           Yo voy de un lado a otro
de tu nombre,
                             lo mismo
que un oso en una jaula;
                                                 marco un número;
pongo la radio, escucho una canción
de Patti Smith dar vueltas dentro de Patti Smith
igual que un gato en una lavadora.

Estamos en invierno y yo busco un cuchillo;
miro la calle;
                            pienso en Pasolini;
cojes una naranja con mi mano.

Y esto es Roma.
                                 La nieve
convierte la ciudad en una parte del cielo,
ilumina la noche,
deja sobre las casas su ángel multiplicado.

Y tú no estás.
                            Yo cierro una ventana,
miro el televisor,
                                   leo a Ungaretti,
                                                                     pienso:
la distancia es azul,
yo soy lo único que hay entre tú y este frío.
Estamos en invierno y esta ciudad no es Roma
ni ninguna otra parte.
                                              Miro atrás
y puedo verlo: acabas de apagar una lámpara;
has cerrado los ojos
y sueñas con un bosque;
                                                   de repente
alargas una mano,
                                      buscas una manzana
que está en el otro lado de la mujer dormida...

Mientras,
                      yo odio este mundo frío como el infierno
y el cansancio que caza lentamente mis ojos;
odio al lobo que has puesto en la palabra noche
y la forma en que llenas la habitación vacía.
Odio lo que veré
desde hoy y para siempre: tus pisadas
en la nieve de Roma, donde nunca has estado.
 

(Benjamín Prado)