Somos de cristal, pero no por transparentes, sino por frágiles. Aparentemente, la voz aguda de la soprano no nos rompe en mil pedazos, pero nos descubrimos grietas nuevas cada vez que suceden tres minutos de algún silencio imposible de acallar por encendida que sea la conversación.
El espejo es la materia de las decepciones, la realidad es el cuenco en donde se van escanciando las frustraciones minúsculas que nos tragamos a fuerza de pan. Tres minutos de lágrimas más tarde, cuando ya desmoronado el mundo vuelve a recomponerse contra la sal, volvemos insistentemente a reír para nada, a dormir contra la misma almohada que trajo el insomnio, a beber los mismos vasos de agua a los que nos aferramos para prevenir el dolor.
A algunas tardes les pido, como a todos los veranos del universo, que me traigan tres minutos de frío. Que el corazón se me pare sobre la encimera de la cocina mientras estoy fregando los platos, que la garganta me pique al pensar ciertas palabras que se vuelven humo y ceniza, que las rodillas no aguanten el peso de la desolación y me lleven al suelo por la gravedad.
Y luego, a volver a saltar como si hubiera salido indemne, como si los sueños fuesen lo único verdadero. Luego repetir los mismos pasos a oscuras en el túnel abriendo las manos ante la sombra del desequilibrio venidero, agazapado en la oscuridad. Y más tarde luz y taquígrafos y un suave folio blanco en el que envolver el instante que ya solo es memoria del rencor hacia la vida.
Pero tres minutos de frío necesito, sólo tres, nada más. Porque para saber del calor de un cuerpo tibio extendido horizontalmente sobre las mismas sábanas que yo arrugo bajo mis kilos de más, hacen falta tres minutos de frío. Tres minutos, nada más.
Después de las fiestas
Y cuando todo el mundo se iba
y nos quedábamos los dos
entre vasos vacíos y ceniceros sucios,
qué hermoso era saber que estabas
ahí como un remanso,
sola conmigo al borde de la noche,
y que durabas, eras más que el tiempo,
eras la que no se iba
porque una misma almohada
y una misma tibieza
iba a llamarnos otra vez
a despertar al nuevo día,
juntos, riendo, despeinados.
(Julio Cortázar)
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