lunes, 15 de septiembre de 2014

Tres minutos de frío

Somos de cristal, pero no por transparentes, sino por frágiles. Aparentemente, la voz aguda de la soprano no nos rompe en mil pedazos, pero nos descubrimos grietas nuevas cada vez que suceden tres minutos de algún silencio imposible de acallar por encendida que sea la conversación.

El espejo es la materia de las decepciones, la realidad es el cuenco en donde se van escanciando las frustraciones minúsculas que nos tragamos a fuerza de pan. Tres minutos de lágrimas más tarde, cuando ya desmoronado el mundo vuelve a recomponerse contra la sal, volvemos insistentemente a reír para nada, a dormir contra la misma almohada que trajo el insomnio, a beber los mismos vasos de agua a los que nos aferramos para prevenir el dolor.

A algunas tardes les pido, como a todos los veranos del universo, que me traigan tres minutos de frío. Que el corazón se me pare sobre la encimera de la cocina mientras estoy fregando los platos, que la garganta me pique al pensar ciertas palabras que se vuelven humo y ceniza, que las rodillas no aguanten el peso de la desolación y me lleven al suelo por la gravedad.

Y luego, a volver a saltar como si hubiera salido indemne, como si los sueños fuesen lo único verdadero. Luego repetir los mismos pasos a oscuras en el túnel abriendo las manos ante la sombra del desequilibrio venidero, agazapado en la oscuridad. Y más tarde luz y taquígrafos y un suave folio blanco en el que envolver el instante que ya solo es memoria del rencor hacia la vida.

Pero tres minutos de frío necesito, sólo tres, nada más. Porque para saber del calor de un cuerpo tibio extendido horizontalmente sobre las mismas sábanas que yo arrugo bajo mis kilos de más, hacen falta tres minutos de frío. Tres minutos, nada más.


Después de las fiestas

Y cuando todo el mundo se iba
y nos quedábamos los dos
entre vasos vacíos y ceniceros sucios,

qué hermoso era saber que estabas
ahí como un remanso,
sola conmigo al borde de la noche,
y que durabas, eras más que el tiempo,

eras la que no se iba
porque una misma almohada
y una misma tibieza
iba a llamarnos otra vez
a despertar al nuevo día,
juntos, riendo, despeinados.

(Julio Cortázar)

domingo, 14 de septiembre de 2014

Boyhood

Cada cosa que los otros hacen me afecta, tenga la edad que tenga, tenga el frío que tenga. Pero nada es acumulado, todo fluye y se entrecruza, el camino nunca está trazado y se puede volver de Alaska.

Voy dejando sin despedirme a muchos amigos en la cuneta. Un divorcio, otro colegio, vuelvo a tener que decidir qué puedo llevarme a la nueva casa y qué no.

La vida no tiene más trama que sí misma, que es la misma trama que tienen todas las vidas. Otro viaje en el coche de mi padre antes de que incumpla su promesa de regalármelo, un cambio radical de fe por causa de mujer creyente, un hermano nuevo que aparece con la edad de un sobrino.

Se multiplican las familias y sucede el alcoholismo. Juegan al béisbol, se enamora mi hermana, me dedico a las fotos. El pesimismo es la esencia de cada enamoramiento, mi aislamiento es la síntesis de una corta biografía, no sé de dónde soy, pero siempre sabré de quiénes vengo.

Todas la etapas son convulsas, pero la infancia es la más vertiginosa, la más indefensa y al mismo tiempo la que con más fortaleza se afronta.

Ella me deja con los planes plantados en la universidad. Y todo acaba con otro principio: huir hacia delante, hacia nunca, hacia lo que está por venir.

Yo sigo siendo un niño, aunque tengo los ojos más grandes, las manos más vacías y tantas ganas de llenarlas como cuando miro atrás, después de no haberlas movido para decir adiós a los que se quedan quietos mientras el paisaje se fuga tras la ventanilla.

Sólo nos pertenece la vida cuando somos niños, mientras intentamos dejar de serlo. La infancia termina cuando necesitamos que la vida de otro coincida con la nuestra. Y no es fácil que suceda.


Compañera de celda

No me obligues a vivir
como si cada instante
fuese la tarea acumulada
que dejamos para el último minuto.

Si quieres ser mi cuerpo
no me robes la calma
ni la penumbra de la tarde
que nace tras la bruma
de un bosque encantado.

He huido tantas veces de ti,
pero siempre estás a mi lado.
Tus rodillas y mi forma de llorar,
tus manos y mi sudor,
tus ojos y mi mirada.

No me obligues a vivir
pensando que no tienes ganas
de hacerte vieja conmigo,
que existo en ti por inercia,
que no te importa que me duela
saberte tan frágil.

He tratado de ignorarte,
de evitar la sensación
de tus dedos
cuando sienten la extrañeza
de unos síntomas grises.

Mi angustia
como un aliento fantasma
se aferra al sueño de la vida
y aprende a sonreír
con tu boca a los médicos.

Si quieres ser mi cuerpo
déjame adormecerme en tus párpados,
soñar que somos una sola,
y tú no me traicionas
en la mesa de un quirófano,
que vas a despertarte conmigo
de la misma pesadilla,
que vas a sentirme
más viva que nunca en tu garganta.

No me obligues a madurar
aprendiendo a leer
el mapa de cicatrices de tu cuerpo,
no quiero reconocer otra herida
ni que confundas
el desamor con las enfermedades
y sus nudos de fiebre.

Que no pague tu cuerpo mis pecados
en el naufragio azul de los océanos,
que la distancia sea
un reloj de metal y una tarde de nieve
donde la vida quiera
aprender a besarme en tus labios.

(Ana Merino)